La Búsqueda en lo Visceral II

 

UN CORSO A CONTRAMANO


Viene el corso a contramano
y yo cruzo en diagonal.
Entre locos de verano
soy el único esquimal.

María Elena Walsh (Canción Neurótica)

 

En todos y cada uno de nuestros encuentros, en algún momento de la charla, mi abuela se agarraba la cabeza con ambas manos y decía: -¡Tenés un corso a contramano! Era alta, flaca, dulce, tan despiadadamente bella, tan irónica y graciosa. Yo reía con una risa cómplice. Su frase me llevaba a alguna calle de un Brasil que sólo conocía de los miles de relatos de su hijo, el tío eternamente joven, con las carrosas y las mujeres exuberantes de lentejuelas y plumas de colores interminables, que iluminaban una larga noche de varios-días-en-vela. Entre el gentío, advertía una marea humana en otro sentido, robusta, brillante, aguerrida, desordenada, un poco atolondrada pero de ningún modo desorientada, decidida, que se escabullía a contramano  de  una corriente que se movía cual dique liberado al ritmo de la descontención. A contramano del mundo pensaba ella, me decía que no se podía vivir así, que no se podía pensar así, aunque de alguna manera lo festejaba conmigo. Se enorgullecía un poco. La divertía esa locura, para mí, entre comillas. Era apenas secuaz, un poco deseosa de lo distinto de su nieta.

Solía decir que callaba cosas, no era verdad. Aunque cerraba la boca de tal modo, con un gesto teatral, un histrionismo silencioso tan contundente que uno quedaba contra las cuerdas sin más opción que preguntar. Cierto era eso de que no lo decía, pero hacía magias de darlo a entender. Magias de mujer árabe y judía, dependiente, sometida, despreciada por su género, obligada por su cultura, el maltrato verbal y la fuerza física a callar, a bajar la cabeza, a no mirar de frente, a esconderse tras su abanico español de plástico que cuidaba cual tesoro, a apretar los labios, a no correr el peligro de decir. Magias de mujer con ansias de otra cosa, con la mirada perdida para siempre en un futuro imposible. Lo daba a entender, como también su rebelión al martirio de los deberes del matrimonio donde entregaba en la cama, cada vez que era requerido, un cuerpo sin alma. Pequeños triunfos cotidianos, por habituales enormes, compartidos a la hora del té canasta con masas finas. A la hora de la apuesta, todas ellas árabes, sometidas, judías, amas de casa presas de su destino de género, apostaban el dinero de sus maridos en inmensas tardes de desahogos y de disfrute hasta la risotada colectiva de sus pequeños triunfos cotidianos. Hermanas, amigas, suegras, tías, cuñadas, nueras, consuegras, todas juntas en la carcajada de la desazón. La anécdota más festejada era una sobre mi abuela: contaba que miraba películas en su habitación, en un pequeño televisor hasta muy tarde en la madrugada, y obedecía al deseo sexual de su marido con el cuerpo inerme boca arriba y la cabeza asomada por sobre los hombros de él para poder seguir viendo la película mientras él hacía lo suyo. Lo más divertido parecía ser que no lo notara. Morían de risa festejando lo que consideraban un triunfo. Yo podía estar todas esas horas en el más absoluto silencio bajo la enorme mesa, sentada o de rodillas, escuchaba con un par de piezas de ‘Rasti’ en las manos que se convertían en millones de objetos diferentes con el correr del tiempo.

El dinero de las apuestas también era posible gracias a esas magias de mujeres presas del poder del dinero de sus maridos. Mentían. Enseñaban a mentir. Era el recurso para ahorrar y malgastar hasta el orgasmo que con ellos no era posible. El escrúpulo frente a la mentira era condenado como idiotez. Guardarse el vuelto de las compras, la rebelión diaria clandestina, lo que le cortaba la cabeza al rey. Hacerse las tontas ante el pedido de rendición de cuentas no era una dificultad y encarnaba orgullo. Las ganancias en el juego eran específicamente destinadas a ellas mismas, ropa, bijouterie, labiales, sombras, esmaltes de uñas, gustaban vestir bien y la herencia árabe asomaba a través de la abundancia de falsa, exuberante bijouterie. Enormes mujeres que despotricaban horas contra sus maridos a quienes luego atendían cual reyes, lo mismo que a sus hijos varones, la mesa tendida a la hora señalada, la comida árabe de meticulosa elaboración. Rendían examen cada vez, el sabor tenía que salir como ‘debía’, la consistencia también, sino eran burladas, menospreciadas, muchas veces frente a otros. Sus maridos tenían la necesidad de exponerlas como trofeos, hablar de las bondades de cada una en la cocina. Y ellas orgullosas y maliciosamente tristes en una competencia descarnada que no elegían.

Su papá era un vago, mujeriego, alcohólico y golpeador. Ella aprendió a amarlo y a perdonarlo sin descanso. Y a consentir sus caprichos. Con veinticuatro de presión arterial, al borde de los ochenta años, casi ciego por la presión, con apenas un pequeño espacio en sus pulmones para contener oxígeno, recorría, agarrado de las paredes, las seis cuadras que lo separaban de la casa de su hija, mi bella abuela de ojos turquesa. Llegaba con el temblor de la abstinencia y pedía en árabe, -Dame un poco. Era una medida de whisky que ella siempre tenía para él, la botella escondida detrás de unos frascos arriba de la heladera y almendras. Lo decía en árabe, con su mejor sonrisa, y el gesto del montoncito en la mano libre aún parado del lado de afuera de la puerta, con la oración armada de manera tal que era imposible no ceder, encorvado hacia delante, con las palabras más dulces de un idioma áspero como el suyo salidas a través del bigote blanco, largo, que tapaban el labio superior, teñido por el tabaco de un habano eterno entre sus labios. Era muy flaco, siempre de traje y sombrero. El saco le quedaba grande, y la holgura del pantalón era sostenida fuertemente con un cinturón negro de cuero envejecido, la camisa de un blanco amarillento abierta, pelo en pecho entrecano, en otra época había sido un hombre robusto y bello. Otro tiempo, cuando aún no gustaba de toquetear a sus nietas en la inconsciencia etílica, cuando aún no escondía con sus manos en la espalda, la infaltable petaca en la holgura del saco.

Hay una fiesta judía que se llama Purim, según cuentan conmemora la salvación del pueblo judío del plan de Hamán, primer ministro del imperio Persa, de destruir, asesinar y aniquilar a todos los judíos, jóvenes y ancianos, mujeres y niños, en un solo día, Hamán es colgado en la horca gracias a la reina Esther (una judía encubierta) que consigue revertir el decreto y el pueblo se salva. En nuestro país, había hace tiempo unos billetes de un peso anaranjados. No sé cómo hacía mi bisabuelo, ya que no trabajaba. Pero en cada Purim nos llamaba a los bisnietos al sillón de hierro forjado del patio de su casa, nos pedía que armáramos una fila del más grande al más chico y nos daba a cada uno dos o tres billetes de un peso nuevos, flamantes, naranja brillante. A los más grandes y a los varones les correspondía más. La frase con gesto de alarde era: -Esto te lo da el bisabuelo para Purim, hablaba de él en tercera persona, inolvidable.  Un seductor. Sacaba los billetes del bolsillo interno de su saco y se mojaba con la lengua sus dedos temblorosos de alcohol en sangre para separarlos. Antes del regalo había que responder sobre nuestro comportamiento. -¿Vos te portaste bien o NO te portaste bien?, abría grandes los ojos y levantaba el índice acusador, -¿Vos te hacés pis en la cama? Era la autoridad total, el hombre más viejo de la familia, para los árabes-judíos existe la figura del ‘cabeza de familia’, ese era él, sólo por su edad, considerado un sabio, un consejero; alcoholismo, abusos, golpes y vagancia mediante no perdía su condecoración. Si uno pensaba que no se había portado del todo bien, lo cual era seguro, no podía menos que mirar para abajo y mentir. Mentir para no ser un idiota y perderse los billetes. -Sí, me porté bien. -¿Está seguro usted? Asentíamos en silencio, moríamos de miedo, de vergüenza, el trato de usted agrandaba la distancia, imponía respeto. Y la risotada que aflojaba la escena, realmente no le importaba, era sólo una exposición morbosa de su autoridad, y los dedos a la lengua y a contar los billetes y a entregarlos. -Bueno, ahora va a tener que darme un beso y ¿qué se dice? -Gracias. Un beso rápido con regusto a tabaco y alcohol y correr a mostrarlos.

El resto estaba en el comedor. Tomaban mate, comían greibes, unas masitas de sémola que hacía mi bisabuela, con  mucho, muchísimo aceite, inventos de la pobreza para comer poco y aguantar mucho. Caían tan pesadas que con una durábamos hasta la cena, parecían de arena, se desarmaban en la boca, nadie las hacía como ella. -Mirá mamá, mirá lo que me dio ‘el bis’. -¡Uy, cuánta plata!, Bueno, dame que te la guardo así no  la perdés. Duraba poco la alegría de tener esos billetes nuevos entre los dedos. Gastarlos era algo en lo que no pensábamos. Éramos niños de entonces, niños que no sabían ni debían saber nada sobre el dinero. Me acuerdo el sonido que hacían unos contra otros, el aroma a nuevo. Me acuerdo todo.

La casa de mis bisabuelos medio derruida, la habitación inmensa, un ropero antiguo con espejo en la puerta invitaba como en el mundo de C. S. Lewis, a cierta tierra de Narnia, todo provocaba algún miedo. Dentro, mi bisabuela guardaba frascos con pistacho o almendras o masitas con nueces, lo costoso era escondido, se le retaceaba a algunas visitas. El cielorraso del que colgaba una antigua lámpara de las que emulan velas se desarmaba, y conservaba unas manchas que tenían su historia. El bisabuelo, cuando no conseguía qué tomar era capaz de ingerir alcohol fino, o perfume. Una noche le subió tanto la presión que no había tiempo de espera posible, cuentan que en el apremio le cortaron una vena del antebrazo y que la sangre saltó los cuatro metros hasta manchar el techo. Ahí quedó la mancha, entrabamos los primos en sigilo cuando no nos veían, sólo a mirar.

Todos vivíamos mejor que ellos, nuestras casas eran más nuevas, nunca entendí a esos seis hijos que consiguieron hacer dinero y no ayudaban a que sus padres vivieran mejor, sobre todo a su madre que había entregado su vida, en su crianza y manutención. La antigua, eterna miseria estaba a la vista. En el baño había dentro de la ducha, un lavarropas antiguo incluso para esa época, con los rodillos de madera que se usaban para escurrir la ropa. El aroma a viejo de la casa me inundaba y muchos de sus rincones me angustiaban. La bisabuela cojeaba, se había roto la cadera. La recuerdo siempre viejita, el cabello gris, corto y desprolijo, sus ojos de un azul profundo hundidos en sus cuencas que dejaba ver un entendimiento oscuro que contrastaba con la claridad que emitían escondidos tras cientos de arrugas. Sin dientes casi, el labio inferior hacia dentro. Lo mismo que él, no más de tres dientes asomaban bajo su bigote.

Éramos tantos que la mesa se armaba en ele, no dejaba paso, así que los varones se acomodaban de manera de no tener que moverse, en el mejor lugar de la mesa y las mujeres iban y venían y nos servían a todos, no tengo recuerdo de verlas jamás sentadas. Cuando terminaba la comida, ellas a la cocina a despotricar entre risas y susurros contra sus maridos y la vida miserable, a desarrollar estrategias que se transmitían de generación en generación en todas las cocinas de las mujeres de la tribu. La sororidad de algún modo existió desde siempre, aún antes de la palabra en boga. El nu shu, por ejemplo, era un lenguaje que hablaban las mujeres de una China milenaria, un lenguaje secreto que bordaban en sus abanicos para comunicarse sin ser comprendidas ni descubiertas por los varones. Las cocinas de las brujas, la escuela silenciosa de una gesta de pasos milimétricos e implacables que las nenas de la familia mamábamos cual leche tibia. Ellos mientras, estallaban de la risa y jugaban a las cartas, al truco o al tute cabrero y se gritaban como modo de comunicación en una contienda de poderes permanente con la botella de whisky en medio y las almendras, las nueces, delicias árabes dulces que ellos llamaban turcas, o lo eran. El mejor jugador era mi abuelo, su picardía en el juego era absoluta, además era muy mal perdedor, todos lo eran, perder era aguantarse semanas de burlas, había que ganar. Turcos, judíos-turcos, así se llamaban a sí mismos, aunque de tres diferentes tribus con sus particularidades insalvables y la rivalidad típica. Una guerra interna declarada desde el nacimiento y hacia la descendencia. Jugaban backgammon también, todos los nietos alrededor mirábamos cómo iban y venían las fichas a velocidad de rayo y los pequeños dados que giraban sin cesar, imposible llegar a entender alguna jugada. Mi abuelo contaba que el backgammon al que llamaban taule era un invento persa, eso lo enorgullecía, la antigüedad del juego y su capacidad de jugarlo. Nunca quería jugar conmigo, decía que si lo hacía se aburriría porque él lo jugaba ‘de pantalones cortos’ y yo no resultaba una contrincante a la altura de la circunstancia. Lo de los pantalones cortos llegó hasta la generación de mi papá, era recién después de que algún tío los llevara a debutar con una ‘bume’ que podían usar pantalones largos, antes no. Era una ley para todos, a debutar te lleva tu tío y te paga y no hay cómo negarse, el tío un día avisa, te pasa a buscar y te lleva con la complicidad de tus padres. A tragar el miedo y la angustia y a sentirse poderoso a como dé lugar. Incluso si el tío no quería por alguna razón relacionada con su propio debut estaba obligado a hacerlo, de otro modo faltaría a sus deberes y sería mal visto, algo de lo que se debía escapar. La mirada de los otros era el arma usada para poner límites a la hora de educar, la ética era asunto del qué dirán, las libertades comenzaban y terminaban en los ojos de la tribu.

Los bisabuelos se conocieron casados. Los habían casado sus padres. Eran primos hermanos, de diferentes zonas de Alepo. Ella nunca había salido de su casa. Él ya vagaba con el dinero de su padre por Europa. Los casaron ‘por poder’ y a ella la enviaron a un hotel en Francia en donde se iba a producir el encuentro. Cuando lo vio, le dio tímidamente la mano, la he visto dar la mano muchas veces, los dedos juntos apuntaban hacia abajo como la mirada. Hablaron un poco. Esa noche iban a recibir visitas. Venían unos parientes de él al hotel a felicitarlos por el casamiento que no había sido más que en los papeles. Francia sería el punto de encuentro para ir a Argentina. A una América de promesas.

En la charla ella le manifestó preocupación, se sentiría avergonzada, no iba a poder ofrecer nada de comer a sus familiares, el agasajo del mundo árabe. Le pidió por favor que consiguiera algo para servirles. La mesa vacía era una ofensa imperdonable. Él asintió y se fue. Ella se quedó en la habitación con sus dieciséis años, inundada de incertidumbres y anhelos con su mejor vestido bordado, miraba aquí y allá, ordenaba lo ya ordenado. Llegaron los invitados. El horror ocurrió. La mesa estaba vacía y aún peor, su marido no se hallaba. Pidió disculpas y comenzó una charla de tropiezos que poco a poco se suavizó. Pasaron las horas pero él no volvió. Pasaron tantas horas que finalmente sus familiares debieron retirarse sin verlo. Ella se despidió avergonzada hasta la desesperación y los acompañó a la puerta del hotel. Comenzó a buscarlo entre gente que no hablaba su idioma. Lo encontró pasado un largo rato. Él hablaba un perfecto francés, hablaba también inglés. Estaba con un vaso de whisky en la mano, acodado en la barra del bar del hotel y charlaba íntimamente con una señorita, escena fundacional del espanto que la esperaba.

Cuando mi bisabuela me contó esta historia él se había muerto hacía ya diez años. El enojo que tenía era inconmensurable, ella tenía noventa y lo contaba como si los setenta y cuatro años no hubieran pasado. Se puso colorada de bronca, negaba con la cabeza, le costaba tragar y concluyó que la razón de que sus piernas no le funcionaran bien era que dios había castigado a su marido en la tumba de manera que ella no pudiera visitarlo. Tarea con la que cumpliría si pudiera como la esposa ‘ejemplar’ que debía ser hasta después de su muerte a pesar de la vida injusta.

Tuvo seis hijos, a quienes crió, educó y alimentó cosiendo y lavando ropa para otros cual esclava mientras él hacía pésimos negocios, parrandeaba, vagaba y se emborrachaba. El nivel de violencia en la casa era alto. La opresión mucha. La pobreza permanente. Raspar el fondo de la olla era diario. Estudiar era un lujo imperdonable. A los trece años, varones y mujeres a trabajar desde las seis de la mañana. Las hijas mujeres, además de sus trabajos, atendían la casa, a los hermanos varones y a su padre a quién le servirían el primer plato de comida que salía de la cocina y el más abundante.

Mi abuela, que era la cuarta hija, en sus recorridos al mercado, un día cualquiera de sus quince años, se enamoró. Algo traía consigo cuando llegó a esta historia que le dio el ansia de lo distinto. Que le puso el corso a contramano del destino. El ‘nesibb’, así llamaban al destino y solían decir que estaba escrito y no se podía cambiar. Así y todo mi abuela se enamoró de lo prohibido. No era judío, era hermoso decía, hermoso, con añoranza de felicidad perdida. Ella volvía del mercado y demoraba el paso hasta la hora que él salía de su trabajo y los dos coincidían en una esquina unos minutos. Gloriosos minutos de algún beso robado al pudor, de alguna sonrisa arrancada al miedo del secreto, el vértigo y la adrenalina de intentar torcer el nesibb. Si la encontraban la ‘molerían a palos’ decía. Eran cuatro hermanas y dos hermanos. Su mamá sabía que las dos mujeres hermosas se podían casar bien, lo que significaba hombres de dinero. De las otras dos no esperaba mucho, una era ‘fea’, ese era el adjetivo, la otra era ‘tonta’, consecuencia de lo endogámico de su matrimonio, igual que uno de los varones.

Mi abuela se había cambiado el nombre. Le habían puesto un nombre en árabe y para ella, jovencita, en Argentina, que iba a una escuela de monjas, ‘lo único que había’, tener un nombre en árabe era una condena imposible y su ansia, a pesar de los presagios familiares, era torcer el destino. Se puso un nombre de moda y así se llamó hasta su muerte. Le dijo a él ese nombre. Su ‘amor loco’, así lo llamaba, no la dejaba dormir. Tenía pesadillas en las que su madre la encerraba para siempre y su padre echaba a su enamorado del barrio. Sufría en silencio. Aprendió a callar. Nadie, absolutamente nadie sabía de su amor. En su relato, la perplejidad de cuando su madre la acusó era escalofriante. ¿Cómo lo supo? ¿Quién se lo dijo? ¿Cómo? Finalmente se lo adjudicó a un sexto sentido maternal, impulsada por una razón ávida de respuesta. Cuando lo descubrió la agarró de los pelos y la zarandeó hasta que morada del llanto mi abuela ya no podía respirar. La encerró  y la dejó sin agua y sin comida. Su papá le llevó algo de comer que rescató de la mesa en la noche recordaba mi abuela con una ternura conmovedora, así le devolvería después su medida de whisky cada vez que él lo solicitara. Lo único que tenía en la cabeza era cómo volver a verlo. ¿Cómo avisarle? ¿Cómo no perderlo? ¿Cómo volar de ese mundo opresivo a otro en el que ella era amada? Pasaron los días y pudieron volver a encontrarse.

Fueron muchas las veces que su mamá descubrió nuevamente el  engaño, fueron innumerables las palizas recibidas, las privaciones, los encierros. Todas las veces volvía, a que le roben nuevamente un beso, a que le permitan soñar una vida. Pero hubo una última vez. Aquella vez, mi bisabuela se quedó con un mechón de pelo de mi abuela en la mano y a mi abuela le sangraba el labio y el brazo. El que dijo basta fue él. Se fue para no ver más. Se fue con la idea de protegerla. Se equivocó.

Mi abuelo era un hombre simple, trabajador. Su madre se había muerto cuando él tenía ocho años y nunca se sintió querido por su madrastra. Desde los nueve años trabajó. La perseverancia era su naturaleza. Con ella no enamoró a mi abuela pero la ayudó a creer nuevamente en algo bueno. Era empleado en una sedería. A mi bisabuela tampoco le gustaba. No ganaba mucho dinero. Mi abuela era una de las dos hijas lindas que podían salvarla de su desgracia. Boicoteó todo lo que pudo esa relación pero pasó casi un año y finalmente mi bisabuela calculó que no estaba bien visto que pasaran más años con ‘el pescado sin vender’, cedió.

Hicieron una fiesta de compromiso que, como debía ser, la pagaron los padres de la novia. Fue una linda fiesta. Mi abuelo le compró un anillo muy bonito y estuvo el rabino que bendijo la unión también. Él se quedó hasta el final de la fiesta y ayudó a las dos mujeres hasta secar el último plato que quedaba, una actitud sorprendente para ambas, inverosímil para un varón de la tribu. Las saludó respetuosamente al partir, con una inclinación leve de cabeza. A mi abuela, que lo acompañó a la puerta le dijo hasta mañana. -Chau Salo, me vuelve su voz tímida. Se quedó en el zaguán mientras mi abuelo daba los primeros pasos que lo alejaban de ella, cerró despacio la puerta demoró el momento, se dio vuelta para entrar y en cuanto lo hizo mi bisabuela la volvió a agarrar de los pelos y la ‘revolvió’ -como decía ella- un rato largo hasta que se quedó con un buen mechón en a mano. Fue la última vez. Era la bronca de haber vendido barato uno de sus mejores pescados, la bronca de una vida injusta y desgraciada. 

Consiguió así irse de la opresión de su casa para empezar otra. Tuvo tres hijos y perdió varios embarazos. Para esas mujeres perder embarazos era normal, los expulsaban naturalmente y en soledad, eran capaces de distinguir el sexo del embrión por la forma del saco gestacional, no se asustaban ni deprimían, simplemente volvían a embarazarse. Mi abuelo le dio un buen pasar económico, cuando sus hijos se casaron viajaron por todo el mundo, fueron a Turquía, a Israel, a Estados Unidos, a Brasil, a Europa, a famosas islas del Pacífico, mi abuela era adicta al juego, las máquinas tragamonedas eran su pasión, Las Vegas fue su lugar de ensueño. Tenían un gran departamento y otro pequeño en la costa, un buen auto y eran dueños de un local en un centro comercial muy bien cotizado. Mi abuelo hizo las cosas bien, lo que se esperaba de él. Nadie se podía quejar por lo tanto sus caprichos de a poco crecieron hasta volverlo áspero. Cuando joven solía acompañar a mi bisabuelo con el whisky que luego de su muerte le quedó cual legado. El maltrato y el menosprecio a mi abuela se volvieron cotidianos aunque en las fiestas y los aniversarios había flores y cartas de amor. Pequeñas líneas de amor, -Lo más lindo para Juani. Rosas rojas, muchas. Él la veía siempre hermosa y ella, a pesar del desencanto solía decir que caminar de la mano con él la emocionaba. También es una costumbre árabe insultarse y estar a los abrazos a los cinco minutos. La vida era oscura y fuerte y transcurría sigilosa cual río subterráneo bajo la alegría de las danzas árabes en los casamientos y las mesas abarrotadas de comida y las risotadas de los inmensos encuentros familiares, si algo caracterizaba a la tribu era la capacidad de divertirse.

A ella le gustaba la muerte. Me contaba que iba a la vía del tren y tenía ganas de tirarse aunque no encontraba el valor, otras veces iba al balcón de su séptimo piso. Cuando murió mi abuelo quedó desconsolada de culpa y soledad y el mundo exterior con todas sus reglas desconocidas para una mujer como ella, mujeres-niña al decir de Beauvoir, pareció devorarla. Cuentas que pagar, trámites, cartas documento, alquileres, ventas, cambios de titularidad, algo por completo ajeno a su habitual mundo interior. Cuando iba a visitarla y me contaba historias decía que era yo la única que se acordaba de ella, que el resto sólo iba si necesitaba algo. Se enojó con el mundo cuando quedó sola, con sus hermanas, sus cuñadas, sus amigas. Nadie, según decía, estuvo a la altura de su dolor, sólo yo, su nieta. ¿El ‘nesibb’? No lo busqué.

Mi abuelo, muchos años antes de morir se avino a jugar al taule conmigo mientras ella nos cebaba mate, las contiendas eran a matar o morir y siempre, hasta en el último juego, me enseñó a jugar. Me enseñó que los dados obedecen, me dijo cómo hacerlo. La estrategia del juego y la estadística de los dados. Ella, divertida, me decía que parecía un marimacho por cómo tiraba los dados. El taule era un juego de varones, sólo dos mujeres en la familia lo jugábamos, una cuñada de mi abuela y yo. Llegué a jugar muy bien, le gané infinitas veces, nunca me felicitó, siempre responsabilizó a la suerte. -¿Y qué sentido tenía la vida sin Salo? Y su hijo, el tío eternamente joven, que era la luz de sus ojos, su único varón, había emigrado. Su corazón desolado le hacía brotar mares de lágrimas. Lo único que la sacaba de ahí era el juego. Yo iba a jugar. A la loba, una especie de chin-chon con las barajas de póquer, barajas decía ella, no cartas ni naipes. La felicidad aparecía diáfana en su rostro cuando ganaba la mano, lo hacía en silencio, con tenues movimientos como si no quisiera hacerlo, empezaba a esbozar una sonrisa que terminaba en carcajada. ¡Qué linda era! Me gustaba provocarla. Cuando me hablaba de la muerte le decía que si quería la acompañaba al balcón y la ayudaba. Me desesperaba que no quisiera vivir en verdad. Enloquecía, quería imprimirle sentido a su vida. La invitaba a paseos con mis hijos o los dejaba a su cuidado. La bis Juanita, una dulzura. Así íbamos, mi corso a contramano del nesibb y ella. Yo la hice abuela, nos adorábamos. Quería convencerme de que me corría sangre judía por las venas, nunca lo logró. Le discutía todo, -el judaísmo es una religión que no profeso abuela. No había caso, se emperraba, como gustaba decir, entre divertida y escandalizada me discutía la sangre a como dé lugar.

Un día le conté que iba a viajar a Mendoza porque quería intentar una vida fuera de la ciudad, que iba de viaje de exploración, el primero de muchos antes de lograrlo, me miró altiva, apretó los labios como cuando iba a callar y dijo -¿Así que te querés ir a vivir a Mendoza?, -Si, siempre quise vivir en la naturaleza. Tiró la cabeza para atrás, asintió levemente con gesto duro y giró para hablar con mi madre que estaba ese día con nosotras e hizo caso omiso de mi presencia hasta que abandoné el lugar. En cuanto viajé, ella dejó todos los remedios que tomaba y entró en una arritmia de la que no salió. Aunque me avisaron, no tuve manera de llegar a su entierro.

Mentira. No quise. Procesé la inabordable responsabilidad sobre su muerte en la absoluta soledad y el silencio del limpio y gélido viento de alta montaña mientras caminaba por sus filos a dos mil quinientos metros de altura durante días hasta que nos entendimos. Su adicción al juego la había vuelto una experta. El nesibb, que le había arrebatado casi todo en vida, finalmente perdió la partida contra el corso a contramano, no pudo arrebatarle la muerte.   

Con amor infinito,

 lo más lindo para Juani, Q.P.D.

Comentarios

  1. Roxana! Leí toda esta historia, me llevó a algunos momentos de mí infancia, a otros de mí vida adulta...yo tuve una abuela parecida... Me hiciste revivir aquellos detalles que había dejado en el olvido. Olores, colores, hasta texturas...
    Nuestros abuelos eran tan similares...
    A mí abuela tampoco la pude despedir, quizás porque estaba esquivando otro corso ....sin darme cuenta en ese momento que debía unirme a el.
    Te felicito y gracias por llevarme a ese lugar amiga..

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  2. Me hiciste viajar a momentos guardados en el recuerdo..... mucho de lo que contaste ,nunca lo supe....o no lo quería ver...o no lo entendía.......emocionante tantos recuerdos agolpados en mí memoria y en mí corazón.....lo veo tan lejano....cómo si hubieran pasado mil años......
    Realmente hermoso Roxi.......hubo momentos bellos también...la abuela fue una mujer única e invaluable, que me enseñó con la palabra y con sus actos, mucho de lo que soy ahora.... siempre en mí corazón.....♥️

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    1. Ay qué lindo!!! No me figura quién sos, pero gracias! Me emociona. 💜

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  3. Mi comentario no está....en fin....decía que dal.masetto no llega a tocarte...

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  4. Decía más cosas que no salieron....

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    1. Hola, recién veo tu comentario, se traspapeló por lo visto. Gracias por lo que decís ❤ no sé por qué no estará tu comentario anterior 😪

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  5. Hermoso relato, estuve ahí mismo. Y si hay algo que me gusta, es la de ir de contramano.. siempre. Beso y gracias!

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    1. Gracias a vos amigo querido. Por tus lecturas y devoluciones. Abrazo grande, a contramano nos definimos.

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