Una discusión con la regla en contra del narrador psicólogo.
DE VERDADES Y OTRAS FICCIONES
Nosotros no
somos terrones de arcilla,lo importante
no es lo que se hace de nosotros,sino lo que
hacemos nosotros mismos de lo que han hecho de nosotros.
Jean Paul
Sartre
Hacía casi un año que no escribía
cuando salí de una sesión de análisis en la que ella hizo algo que no había
hecho nunca. Era un día diáfano en el que había tomado la decisión de que en
vez de plantear un problema a resolver, una angustia o un sueño, iba a hacer el
recuento de los hitos logrados hasta entonces, sonaba merecido. Por tanto
conversamos sobre cómo había cerrado poco a poco varios duelos que el azar
decretó presentarme en conjunto, de lo bien que me comportaba conmigo, lo a
gusto que me sentía y de cómo había sido capaz de aprovechar esos duelos como
soporte de transformación. Fue a principios de agosto, se escuchaban los
chingolos retomar tímidos su trino y cierto sentimiento de primavera se colaba
por una ventana abierta en altura, un viento amable movía apenas las cortinas y
transportaba el aroma de un principio. Los duelos habían ido cediendo de a poco
y la vida vibraba dentro de mí nuevamente con intensidad, me había entregado a
nuevos desafíos que me dejaban en el asombro. Como si la adolescencia hubiera
vuelto de su remoto lugar en la historia y me hubiera preguntado si era capaz
de abrazarla luego de los embravecidos ríos que se la llevaron lejos, pero esta
vez con el temple que tanto pedía en su tiempo y al que, ningún ser que adolece
accede, era una oportunidad única, le estaba dando su lugar y a cambio me
ofrendaba plenitud. Hablamos también de una película que había conmovido a mi
padre muerto hacía poco. Ella cerró la sesión con una muy buena interpretación
de mi discurso; -la escritura levanta velos. Salí. Había dado ya unos pasos
fuera del consultorio, pasos atravesados siempre de palabras y de cierto deseo
de que terminaran a la vera de un río en el que me sentaría a fumar un
cigarrillo, a mirar los dibujos de la corriente, escucharla cantar su devenir y
respirar todo el oxígeno del que mis pulmones fueran capaces, y por primera
vez, mientras me alejaba de la puerta embebida de esa invariable imagen, la
escuché hablar. Dijo el nombre de la película, Nace una Estrella, vi en un
segundo el brillo envuelto en profunda oscuridad, la luz amorosa emanando de
mí; me acariciaron la paz, el silencio, la belleza. Me di vuelta para mirarla
con una sonrisa cómplice dibujada en mi rostro mientras me acomodaba la chalina
colorida pero ya había cerrado la puerta. Amor de transferencia, me dije que
era bello.
Seguí caminando hacia la salida,
no había río ni oxígeno, me enfrentaba a la avenida, la ciudad, el auto, la
media hora de viaje. Me acomodé como siempre medio recostada en el sillón del
conductor con mi brazo derecho extendido por completo hasta el manubrio y la
cabeza apoyada. La vuelta a casa era repasar la sesión en la mente sobre el
ruido sordo del motor y entregarme a la más pura asociación libre de la que
fuera capaz, me recordó mi primer psicólogo que lo hacía casi en cada
encuentro. Encontraba el hilo conductor de la sesión y con él la concluía.
Aunque lo expresaba en forma de pregunta, -¿lo dejamos acá? La pregunta. Una
puerta abierta, un camino, una invitación, un deseo que espera no ser saciado
sino restituido incesantemente. La aporía. Joaco, el profesor de filosofía que
disfrutaba tanto de sí mismo al dar clase que cada vez que repetía una máxima
de algún filósofo o concluía con un argumento que lo satisfacía, sacudía su
cadera hacia la izquierda como si quisiera hacer sonar las monedas de una falda
gitana, era bella su feminidad, provocaba deseo, casi escuchaba el tintinear.
Once años tendría cuando bailaba flamenco arriba de esos tacos rojos, mi mamá
tardaba en ir a buscarme por tanto me dejaban participar en la clase siguiente.
Nunca supe por qué tardaba. Tampoco pregunté. Como no pregunté si alguna vez se
había sentido enamorada de alguien que no fuera mi papá. No tenía sentido. Iba
a mentir. Mentía siempre, igual que Darío, la mentira era su forma de ser. Vivía en los escenarios de Truman Show y no era capaz de verlo. Las flores
pasaban por el retrovisor de mi auto una y otra vez sin que notara la locura
que eso significaba. Veinte años de no ver nada raro en las flores pasar. Mi
papá cultivaba flores, rosas de cabo largo, todos los años me daba algún cabo
con cierta raíz para mi jardín. Prendían en seguida, me daban unas hojitas que
pasaban del bordó al verde pero luego invariablemente morían. No me gustaban
las espinas, quizá la flor lo sabía. Pensé que el último cabo que me diera
antes de morir se iba a quedar conmigo. Me equivoqué. San Pedro, tenía que
doblar ahí, casi me pasaba.
Cuando volví en mí entendí que
aquella debía haber sido la última sesión de ese período de análisis. Pero para
cerrar un período, había que presentarse a cerrar, poner el cuerpo, argumentar,
sostener la argumentación, lo aplacé. Me quedaba resolver mi parálisis respecto
de la escritura, así que volví en busca de ello mientras discurríamos también
sobre otros temas. Las sesiones se modificaron. Comenzaron a ser más cortas,
empecé a notar cómo ella disfrutaba el momento de cierre, lo buscaba, lo
palpitaba, sonreía su cuerpo entero. He detenido alguna vez su intento de
cerrar por anticipación, algo cambiaba de pronto en el aire que la envolvía.
Sus gestos eran grandilocuentes, emanaban fuerza y seguridad donde antes había
delicadeza y cautela. Cuando afirmaba -vamos a dejar acá, apoyaba la mano
izquierda en el escritorio sobre su cuaderno de anotaciones y usaba ese apoyo
para pararse. Antes de aquel encuentro lo hacía lentamente, esos segundos se
presentaban como un tiempo detenido en donde se abría un espacio de silencio
-que sólo interrumpí alguna vez con trivialidades-, las últimas palabras
ocupaban como una nube espesa la totalidad del consultorio y nos dejaban en la soledad
y el desamparo, aparecía en la atmósfera una tensión de magia rota, en la cual
nos abordaba el desconcierto de haber dejado de ser el par de un tratamiento
analítico y volver a ser personas
ordinarias que deben actuar como si ninguna supiera nada de la otra, como si
todo lo dicho fuera devorado por la boca que emergía sutil del silencio que
producíamos.
En las reuniones posteriores
comenzó a cerrar con mucha energía y se ponía de pie rápidamente. Algunas de
mis palabras quedaban al borde de los labios tambaleando por no caer al agua
que repentina, había desaparecido de la pileta, volvían sigilosas a mi garganta
que las alojaba los segundos que duraba el saludo y la salida, para luego
mascullarlas en soledad durante lo que después de ese episodio me parecía una
extensa semana. Ella había comenzado también a poner en duda mis verdades sobre
los demás, construía hipótesis diferentes a las mías, algo inesperado e
inaceptable aunque no la detuve, detenerla habría significado discutir ideas,
un error, el suyo. Detenerla, también habría implicado desnudar que se podía
palpar su yo investido de brillantes colores en el seno del recinto. Era
extremo, quise ir con cautela.
Hubo una sesión en la que me dio
un consejo, había habido otras, pero en esas otras los consejos me resultaron
inocuos, los dejé pasar, en aquella no, me dijo divertida aunque hastiada que
parara de ver tanto. Me fui enojada y en el encuentro posterior se lo discutí
firmemente, le dije que ver, me definía, que era parte de la verdad de mi existencia.
Me devolvió esas palabras en forma de pregunta, le respondí -soy quién ve.
Ser quién ve, era algo que no
había elegido y que desde la infancia, en el seno de mi familia, me había hecho
pagar precios altos. Tenía un nivel de conciencia a una edad en la que no se
puede tramitar determinada información que pagué con una inmensa soledad. Pero
de ningún modo deseaba soltar esa capacidad mía, algo que nadie me había
impuesto, había brotado de mí casi como un don, me salvó además, de la
violencia, del abuso de autoridad, del desapego, de la injusticia, de tantas
cosas…, incluso me gustaba de mí, ya que
a pesar de lo difícil que resultaba manejarlo, me abría a los otros cual
pétalos sedientos regados de fina lluvia, también a un profundo conocimiento
sobre mí y del mundo en general. A casi veinte años de haber pasado la mitad de
una vida, acumulaba ya una vasta experiencia fáctica que lo avalaba, por tanto
podía decirlo sin pudor.
Un día en el que hablé de mi
sexualidad, me encontré con una calificación, me preguntó qué era toda esa
nebulosa, afectada por la interpelación y como toda defensa le respondí que era
neurosis seguramente, que a la estructura histérica las relaciones sexuales no
le gustan, sino que le gusta desear, no concretar, que la histeria está enamorada
del deseo, que concretar significa, al menos por un rato, la saciedad, la
muerte del deseo, el encuentro con la angustia. Mis palabras salían raudas
atropellando la distancia que nos separaba, una pared había caído sobre mi
fragilidad y me invitaba a quedar debajo, oculta a una mirada que me censuraba.
Intentaba exponer, desenmascarar, develar, una bisexualidad que sospechaba
clara para conseguir derribar la represión que me impedía disfrutarla, quería
verle la cara al fantasma que me privaba del placer. Mi neurosis no querría
involucrarse demasiado sexualmente pero mi deseo era diametralmente opuesto al
suyo. Mi ser se conmovía con todos los cuerpos, me convocaban sensuales cual
cantos de sirena a dejar de estar atada al mástil para correr a su encuentro.
Mi ser, habría nadado en el agua de muchos cuerpos y no resultaba una nebulosa
en la oscuridad del fondo de algún océano perdido, sino la claridad de la cola
de pez y el torso desnudo emanando su luz blanca hacia la superficie,
interceptada sólo por largos y rojizos cabellos que se mantenían enrulados a
pesar del agua, claridad que en ese instante se vio brutalmente aplastada por
la pared.
En la última reunión armó una
hipótesis sobre alguien que mencioné y cerró inmediatamente luego de
pronunciarla con la sentencia -cada uno tiene su verdad. Me dolió la idea que
se deslizaba con la afirmación, me interpelaba a aceptar las mentiras de los
otros como forma de vincularme. Aunque la frase en sí no me sorprendió, la
verdad sobre cada uno de nosotros, además de ser la búsqueda analítica, no es
otra cosa que la ficción que elegimos vivir. Me regía un existencialismo
inevitable, por eso me analizaba, me hacía responsable de mi propia ficción, la
elegía, la esculpía, la vivía como verdad. Lo absurdo de ese cierre era que la
verdad que debía ser tomada en cuenta en el análisis era la mía. Mi verdad
sobre las personas que involucraba en el discurso, trabajar con ellas y ver a
dónde nos llevaban.
Volví a mi casa en una profunda
afectación, el viaje me resultó más largo que de costumbre, me tensionó
manejar, al llegar entreabrí apenas las cortinas de manera que pudiera ver
afuera pero que adentro la luz permaneciera tenue, calenté la pava, tomé unos
mates en silencio mirando los zorzales desenterrar lombrices en el jardín, el
gato agazapado bajo un arbusto, fumé un cigarrillo, prendí la computadora y
decidí leer algunos de mis textos abandonados hacía tiempo. Al leer me encontré
con una joya nunca antes vista, un tesoro buscado durante un año, brillante, de
facetas rectas y precisas de un azul intenso que se abría ante mí y traía el
secreto de que mientras estuviera en tratamiento no iba a ser capaz de volver a
escribir. El espacio que ocupaba pensarme no dejaba lugar y ya no era posible
la inmersión en el embrujo de una ficción que me abordara, o la entrega en la
magia de una emoción que quiere escribirse, ni tampoco a la porción de
narcisismo necesario para que la inspiración hiciera uso de su poder.
Analizarme era ponerme en duda, la duda laceraba mi narcisismo. Era imperiosa
una pausa en esa duda. Siempre había sido así. Pausas. Necesarias. Hacer acopio
de las herramientas adquiridas, desenvolverme con ellas hasta la siguiente vez
que me encontrara inerme para resolver algo. Retomar. Volver a abandonar. La
histeria en su más pura expresión. El síntoma asomaba en mi vínculo con el
análisis. El eterno laberinto del fauno.
A lo largo de los años mi
curiosidad sobre la ciencia psicoanalítica me llevó a sumergirme en sus
lecturas, era fascinante ver cómo lo que leía aparecía ante mí como un
abracadabra que desnudaba seres. En muchos encuentros esas lecturas se hacían
presentes en mi discurso desnudándome también y he llegado a plantear la
pregunta sobre por qué los analistas no les entregaban a los pacientes tal información
ni tampoco les comunicaban la neurosis en la que eran encuadrados. Me
frustraba, era como si nos dijeran que era para nuestro beneficio entrar a
cierto laberinto pero sin mencionar dónde quedaba ni el aspecto de su entrada
ni el de sus pasillos, nada. Acaparaban un saber que a mi entender y a pesar de
lo que decía la práctica analítica al respecto, resultaba vital. Conocer el
funcionamiento de mi neurosis, me parecía en efecto importante para desarrollar
la capacidad de diferenciarla de mi deseo, de mi ser, de mi yo, o entender la
forma en la que me vinculaba con el deseo y así lograr en algún momento lo que
hubiera supuesto un fin de análisis, ese famoso poder hacer con-ahí, es decir,
la capacidad de manipular la neurosis, de no dejarla operar con libertad. La
práctica, a esas alturas una sabia y amable señora madura, me contó también que
el trabajo de develar a lo largo del análisis lo alojado de modo inconsciente
ayudaba a esta tarea, pero sostenía innegable que conocer el funcionamiento de
la neurosis lo facilitaba, era fáctico, yo era la prueba de esa verdad que
enarbolaba. Aunque lo discutí, no logré que jamás lo pusiera en duda desde los
hechos o se aviniera a responder. Lo cual aplaudí. Su yo así, a este respecto,
permaneció excluido del análisis.
Vagué por días en el bosque
oscuro del cómo y el por qué se habían modificado los encuentros desde el que
consideré debió haber sido el último, llovían sobre mí pequeñas hojas secas que
fui acumulando en mis manos para luego observar con tranquilidad. Por un lado
creí que haberme dicho Nace una Estrella había sido mucho para ella, a pesar
que quién introdujo la frase había sido yo y que ella sólo me la devolvía como
hilo conductor, la imagen era enorme y ella se escondió luego de pronunciarla,
tal vez presa de algún pudor. Quizá le dio inseguridad y por eso suplía la
inseguridad con los nuevos cortes abruptos y enérgicos a los treinta y cinco o
cuarenta minutos de mi llegada, lo que antes no pasaba, casi invariablemente
nos quedábamos toda la hora. Por otro lado, acaso mis verdades sobre los otros
la afectarían en lo personal, era posible que algo del espejo de sí misma
apareciera en mis interpretaciones sobre ellos, algún reflejo que la pondría en
la necesidad de defenderlos y así, inconscientemente defenderse, tirar una
piedra al espejo que le devolvía una imagen inaceptable. Su tono era de
disenso, no había interpretación, había sentencias, el aire se cortaba como
lajas de hielo, sus gestos acompañaban la negativa de hurgar en mi verdad,
proponían la suya.
Por cada hoja seca una
posibilidad. Probablemente se viera afectada por mis referencias en contra de
la neurosis obsesiva, que en mi opinión era la neurosis que primaba en ella,
opinión que me formé luego de escuchar algunos de los consejos que me ofreció
incauta, que traslucían algo de su yo, de ver cómo se manejaba físicamente
conmigo y con sus objetos, de notar su disfrute en la interrupción abrupta, y
de ver el modo en que actuó en relación a la pandemia que transitamos. Una vez
al entrar, sentí en el consultorio un olor a alcohol irrespirable, me dijo que
había rociado todo con la solución. Me asusté un poco, me refirió a mi madre
quién llevaba sus obsesiones al punto de obligarnos a vivir casi en una asepsia
de quirófano.
La última hoja seca se había
escondido entre otras, pero vi su borde y cuando la tomé noté que era la más
grande de todas. Asistía a esas sesiones en un hospital psiquiátrico, una
construcción antigua en pleno centro de la ciudad que ocupaba media manzana. El
edificio era circular, en el centro un patio con árboles añosos. Se respiraba
cierta paz en el interior que no se replicaba dentro de los consultorios, las
personas que solían acudir, las que veía circular, las que escuchaba hablar o
ir a buscar desesperadamente medicación, las que conocí en los pasillos de la
espera los años que he ido, eran personas de bajísimos recursos con problemas
muy graves y urgentes. No era como en mi caso, aunque ciertamente no tenía
recursos suficientes para una terapia paga y valoraba en forma extrema y
fáctica el espacio profesional que el Estado le ofrecía a mi salud mental al
punto de brindar a cambio una puntualidad y una asistencia que bien podían ser
consideradas exasperantes, mis dificultades no eran urgentes, es decir; que se
me juntaran tantos duelos -fueron cinco- en un estado de excepción como la
pandemia, y que tuviera un cáncer, aunque operable y posiblemente exitoso, me
dejaron en una depresión de la que salí indudablemente con la ayuda de ese
espacio de análisis. A pesar de ello mi depresión podía parecer ingenua frente
a lo que aquejaba a las mentes de las personas de miradas profundas o perdidas,
rictus indescifrables, lenguajes incomprensibles, ropas percudidas, bastones
innecesarios, conversaciones en soledad o a veces gritos, que acudían al
hospital. Sin embargo, tanto cuando ella debía suspender el encuentro como
cuando extrañamente lo hacía yo, en general me abría una nueva posibilidad en
la semana. Era probable que el deseo se colara a su pesar en el espacio de
análisis, tal vez nuestras sesiones le resultaran interesantes o reconfortantes
comparadas con el desfile diario de casos psiquiátricos de difícil o imposible
mejoría y valorar sus sesiones conmigo de ese modo la podía haber hecho sentir
incómoda, ¿cómo ocultar que su deseo apareciera allí?
Vi surgir un
brote que me ofrecían las hojas secas como agradecimiento por la humedad que
cedieron mis manos, ahí estaba, verde, nuevo, el yo de la analista. El bosque
se evaneció, quedé frente a una pared lisa y llana que me puso brusca en el
aburrimiento, en la necesidad de dejar de escucharla. Veía un bar y algún amigo
en frente que decía lo que pensaba sobre cualquier cosa, cual noche abúlica de
una mesa con botellas vacías y un aire lleno de suposiciones subjetivas intrascendentes
dedicadas a que el tiempo pasara sin notarlo. Debía irme. Generar espacio,
silencio, enfrentar en soledad el vacío de otro bosque, recorrerlo sólo en
compañía del miedo o la angustia que pudieran presentarse hasta que apareciera
un claro en plena noche, alumbrado por la luz de la estrella que nacía.
Quizá no fueran más que
hipótesis, podían no ser la verdad, no ajustarse a la realidad, tal vez tampoco
era cierto que mientras me analizara no iba a poder escribir, bien podía ser
una resistencia a algo que no conocía aún, que mi conciencia no estaba lista
para adquirir. Pero además de que, con los años, aprendí a confiar en lo que
veo, de pronto me abordó la necesidad de escribir, me atravesó una brisa de
inspiración que conocía, llegó el estado deseado en donde mis dedos teclearían
solos y abordarían un relato y se dejarían llevar por el encantamiento de
develar lo nuevo, lo impensado, lo desconocido; el estado de puro
descubrimiento inmanente a la escritura.
Me senté y escribí lo que propuse
fuera la última sesión, lo leí en el consultorio como argumentación de final y
como ofrenda de agradecimiento y despedida, había logrado escribir, era mi
cierre. La escritura levantó el velo el día que la tierra volvió al punto
exacto de su elipse en el que ocurrió en primer lugar mi parálisis de
escritura, ahí estaban otra vez, mis hipótesis, mis interpretaciones, mi
ficción, mi verdad.
Agosto 2022
Epílogo
Me escuchó leer estas líneas en un silencio inmutable,
permaneció inmóvil, la espalda erguida contra el respaldar de su sillón, la
mirada de frente como si su cabeza estuviera apoyada y la obligara a bajar
apenas el mentón, le daba un aire de rigidez exagerado, sostenía fuertemente los
reposabrazos como si estuviera a punto de usarlos para pararse, no los soltó ni
una vez mientras me escuchaba, no hizo ninguna anotación. Cuando terminé de
leer, sin soltar aún el agarre rompió su silencio, -Bueno, ahora se viene otro
duelo. La letra e de la palabra bueno fue especialmente aguda, saltó fuera del
término casi una octava que cambió no sólo la melodía con la que comenzó sino
su ritmo; -el inconsciente se estructura como un lenguaje- ¿habría una angustia
reprimida en esa letra de sonoridad desproporcionada? No entendí bien a qué se
refería con un nuevo duelo, entonces agregó: -El duelo de este espacio.
Desde lo pisicologico or not. No importa. Me gusta leerte y da la casualidad que me identifico con los duelos. Con esa sala de espera con diferentes carencias. Con ver más allá de lo que realmente conviene ver (aunque te termine gustando porque es un Don? Un arma? En rigor de la auto defensa). La ficción no es más que un montón de realidades acomodadas inescrupulosa mente. El cierre espectacular de una profesional que quiere tener la última palabra incluso para hacerte notar que nunca vas a terminar de duelar.
ResponderEliminarGracias por tu devolución Moka y por tus lecturas. Qué lindo. Cierto lo que decís, aunque también sugiero que el duelo también iba a ser el de ella 😉
EliminarEl hilo me llevó y me llevó, incluso hasta saque conclusiones de la analista, de la analizada..de todo. Me metí jaaa. Ficción muy bien resuelta, en mi humilde opinión de lectora.
EliminarEyyy que bueno!!! Muchas gracias! No dice tu nombre 😓 y ahora me dieron ganas de saber ...
EliminarComparto que la ficción no es otra cosa que realidades acomodadas inexactamente.
ResponderEliminarEsto de los duelos, donde me identifico por mi verticalidad.
Me atrapo, buena resolución -
Soy Gaby Marinaro.
ResponderEliminarGracias por tu lectura y devolución.
EliminarFue muy lindo ,leerte . Lo disfruté mucho y en partes hasta me sentí identificada. Abrazo.
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