La Siesta
Todo	 había	 empezado	 por	 una	 insignificante	 siesta	 que	 no	 lograba	 interrumpir.	 Hacía	
semanas	 que	 no	 abandonaba	 el	 ruinoso	 camastro.	 Lo	 tenía	 por	 refugio	 aunque	 era	
claramente	una	prisión.	No	encontraba	manera	de	salir.	El	mundo	se	colaba	por	la	ventana	
cada día	aullando	su	mecánico	llamado	a	comparecer	pero	los	goznes	no	cedían.	Me	cubrían	
las	cobijas,	el	silencio	y	sus	ecos.	Las	carencias	y	los	pesos.	Lograba	desaparecer	hasta	que	el	
manto	 nocturno	 acallaba	 el	 aullido	 inapelable.	 El	 pulso	 consecuente	 de	 días	 y	 noches	 se	
sucedía	abandonado	de	mi	atención	hasta	esa	mañana.	
El	 silencio	 súbitamente	 dejó	 de	 cobijarme,	el	aullido	 comenzó	a	 sonar	 como	 un	 canto.	No	
pude	resistirme,	me	incorporé	dándole	la	espalda	a	la	luz,	aterrado	pero	inexorablemente	
seducido.	 Lo hice	 con	 dificultad	 sintiendo	 el	 entumecimiento	 de	 mis	 músculos	 y	 con	
mínimos	 pasos	 intenté	 rodear	 el	 camastro	 para	 acercarme	 a	 la	 ventana.	 El	 miedo	 se	
expandía	desde	el	estómago	hasta	mis	sienes	que	latían	como	si	fueran	a	entregarse	a	una	
alocada	carrera	por	abandonar	mi	cabeza	para	darse	contra	las	paredes	de	la	habitación.	Mi	
respiración	se	agitaba	a	cada	paso	por	el	esfuerzo	y	una	angustia	oscura	se	apoderaba	de	
toda	la	superficie	de	mi	piel	erizando	mis	vellos	pero	no	me	detuve.	El	canto	me	seducía	de	
un	modo	que	no	me	era	posible	parar	a	pesar	de	mi	deleznable	estado.	Llegué	con	extrema	
dificultad	al	final	del	camastro	y	aún	di	dos	pasos	hacia	la	pared	que	sostenía	la	ventana.	La	
agitación,	la	angustia	y	el	latido	de	mis	sienes	que	no	cedía	me	obligaron	a	hacer	una	pausa.	
Intenté	controlar	la	respiración	al	tiempo	que	noté	cómo	una	luz	incomprensible	agrandaba	
en	forma	desmedida	mi	sombra	sobre	la	pared	detrás	de	la	almohada.	No	había	ventana,	o	
bombilla	encendida,	ni	rendija,	tampoco	rotura,	por	la	que	esa	luz	pudiera	estar	colándose	
en	la	habitación.	Espantado	miré	en	todas	direcciones.	Busqué	un	espejo	que	no	poseía,	la	
desesperación	se	iba	apoderando	de	mi	cuerpo	al	 tiempo	que	la	locura	empezaba	a	ser	el	
único	sentido	al	que	podía	apelar	para	calmarme.	Lo	hice.	Estoy	loco	o	muerto	o	los	dos.	Me	
calmé.	 Tomé	 el	 control	 sobre	 mi	 cuerpo	 y	 mi	 respiración,	 cerré	 los	 ojos	 mientras	
pausadamente	volvía	a	sentir	como	uno	por	uno	los	poros	de	mi	piel	soltaban	la	tensión	y	
mis	vellos	lograban	su	apoyo	sobre	ella.
Me	debo	haber	vuelto	a	dormir.	No	recordaba	haberme	acostado	pero	debo	haberlo	hecho	
ya	 que	 cuando	 volví	 a	 tomar	 consciencia	 lentamente	 noté	 el	 calor	 de	 la	 arena	 bajo	 mi	
cuerpo.	Decidí	que	fue	un	mal	sueño,	el	sol	se	iba	escondiendo	ya	en	el	horizonte.	Me	senté	
para	 apreciar	 el	 inefable	 y	 eterno	 espectáculo	 del	 mundo.	 Estaba	 tranquilo.	 Miré	 a	 mi	
alrededor	 para	 terminar	 de	 cotejar	 que	 la	 realidad	 era	 esa	 playa	 apacible	 y	 no	 lo	 que  acababa	de	experimentar	cuando	una	ausencia	pavorosa	me	espantó	al	punto	de comenzar	
una	 carrerra	 irrefrenable	 hasta	 hundirme	 para	 siempre	 en	 las	 embravecidas	 olas	 de	 la	
marea	alta	de	la	tarde,	mi	cuerpo,	bañado	por	la	luz	solar,	no	proyectaba	ninguna	sombra. 
 Inspirado	en	la	obra	La	sieste de	Pablo	Flaiszman

Comentarios
Publicar un comentario