Debate con Julio Cortázar

POLARIDAD DE LA 'RAYUELA'


Nada tiene una sola forma para siempre.

Ni siquiera la eternidad es para siempre.

Roberto Juarroz

 

---En la estación de trenes del pueblo se daba cita lo relevante. Cada mañana, acompañaba a su cuerpo hasta el banco de vieja madera que permanecía vacío como si la esperara. Se sentaba en él a observar el borde del mundo. El impulso de subir a alguno de aquellos trenes, que se detenían y seguían en una cadencia incesante de estrépito y murmullo, estaba en alguna parte de sí misma. La ironía de observar el impulso y no acceder acechaba tras puertas acerrojadas y transparentes. Miedo y territorio, sueño y vigilia, contrapuestos, inconciliables, la tierra y el cielo de rayuelas implacables.

Un día de sol esquivo, sus pasos la llevaron a la estación por el atajo de siempre. Nunca caminaba por las calles. Salía por la puerta de atrás hacia un descampado pequeño, entraba en un corredor natural entre dos casas derruidas, subía por una suave loma e iba unos veinte minutos a campo traviesa por un camino que la persistencia de sus pies habían marcado. A ambos lados del sendero la envolvían altos yuyos, cardales y cortaderas que se mecían a merced del viento. Al llegar, la estación aparecía fantasmal. Como si no perteneciera al pueblo aunque llevara su nombre. Ambas llevaban su nombre, Tania. Cada vez la visión la sorprendía como la primera, tenía cuatro o cinco años, iba de la mano de su padre.

La placidez que solía mostrar en soledad hacía ruido, era dueña de un silencio escandaloso. Su papá la llevaba con él a todas partes. A pescar al arroyo, a caminar, al bar, la subía a su viejo camión y recorrían kilómetros de relatos de hombre simple y profundo develados a través de vidrios plagados de mariposas estrelladas. Conocía las magias de los caminos; liebres, pájaros, árboles, lagartos overos, cuises, los perros vagabundos, las historias de sus gentes, señalaba, relataba, sonreía cómplice, ambos cautivos del encantamiento propio de dos personas-la misma. Podía predecir la lluvia con una antelación inaudita. Lo sabía su cuerpo por el aroma y los sonidos. Distinguía los celestes y azules que ofrecía el cielo y sus razones. Los secretos que guardaban los develaba como si leyera. De noche, lejos del pueblo, apagaba la luz del camión para no perturbar el paisaje. Acostumbraba sus ojos a las verdades de la luna y las estrellas.  Todo lo apasionaba y despertaba su curiosidad, el sentido de las cosas se le presentaba sin laberintos ni velos. Vestía como carpintero de cuentos infantiles, camisa a cuadros, jardinero de jean y borceguíes, desencajaba con su pelo largo sobre el cual el pueblo conjeturaba. Sus ojos eran el mar lejos. Muy querido. Acumulaba sonrisas y abrazos por doquier. Virtud de hijo único. Historia que no repitió.

Ella era la mayor de cuatro hermanos. Sólo un varón que estudiaba ingeniería porque era lo que convenía al mejor puesto posible en la fábrica del pueblo. Viajaba tres veces por semana a Buenos Aires, una voluntad premiada por el hermano de su madre, que sostenía económicamente sus estudios. Su padre lo respetaba y admiraba desde una distancia creciente. Era un buen tipo, el perfecto epígrafe para una vida cualquiera. Eligió a Tania de compañero, quizá por su naturaleza de varón campero, o tal vez de hijo único en eterna caza de un par. Cuando era chica, la sentaba en la barra del bar y permanecía abrazado a ella como a una columna mientras con los amigos reía durante algunas horas ante sus ojos interrogantes. Sus hermanas se entendían mejor entre sí y quedar apartada le ocurría como el destino de quien no actúa.

Se preguntaba si llevar el nombre del pueblo era lo que la dejaba estaqueada al banco de madera. Tenía veintiséis años, viajó desde los ocho a través de una biblioteca que atesoró sin sosiego. “-Hora de partir, de ir hacia el silencio, escuchar lo que guarda. Tal vez sea un embrujo y haya algún modo de romperlo. Nombre-identidad, identidad-pueblo, pueblo-identidad-nombre, pueblo-nombre. Un acertijo.” La pasión negada por el hechizo era salir. Una noche luego de andar muchos kilómetros, su padre paró el camión en un campo de girasoles que teñían de tenue amarillo los haces de luz de luna, cambiaban de dirección y color cuando atravesaban las alas estampadas y al expandirse por dentro volvían tangible el encantamiento. Cruzaron sus miradas un instante cual mariposas estrelladas contra infinitos vidrios que esperan lluvias para salir volando. Hizo silencio primero, sonrió diáfano, señaló con la mirada el confín de la ruta y dijo: - ¿Ves?, es allá. Vos sabés que es allá. Yo me voy. Se quedaron en silencio un buen rato escrutando un horizonte invisible antes de volver.

A la mañana siguiente la despertó cierto alboroto en la casa. Decidió no participar de los rituales. Ya había tenido el suyo. Se levantó y escabulló por la puerta trasera, subió al camión, giró las llaves puestas y salió a la ruta. Manejó casi once horas, apagó las luces y detuvo el camión en el mismo campo de la noche anterior. Miedo y territorio, sueño y vigilia, Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Oliveira y Traveler emergían de la rayuela inconciliables e inseparables. El motor seguía encendido, el oscuro horizonte o el pueblo, la tensión era tal que se durmió, la despertó la luz del intento que era la mañana. Volvió.

Anduvo meses en el camión, transitó todos y cada uno de los centímetros que había recorrido alguna vez con él, hasta que una tarde se agotaron y acaso por inercia, volvió a la rutina de la estación. Sentada en el banco de madera con la liviandad de la ausencia vio de pronto una mujer que despertó su interés. Tenía ropa de colores apagados y la actitud de quién conoce los secretos, de abandono a la libertad de movimientos. Sus rasgos físicos le arrebataban una belleza que la comodidad con el entorno le devolvía. La imagen la hizo vibrar, abandonó el banco hipnotizada y fue a su encuentro lenta pero firme. A pocos pasos de llegar a la mujer, vio que le dirigía la mirada y movía los labios aunque no pudo escuchar nada, el tren había comenzado a aullar la partida. Cerró los puños y los guardó en los bolsillos con la intención de detenerse pero sus pies siguieron; miedo y territorio, sueño y vigilia, mientras se debatía vio saltar los cerrojos  y abrirse las puertas una tras otra, el impulso la abordó y cegó, el aire se volvió piedra, apretó aún más las manos, quiso abrir los ojos pero ya estaban abiertos, las rodillas le temblaron, su cuerpo seguía hacia adelante irremediable, bajó la cabeza en el intento de parar y vio incrédula la rayuela entre las brumas grises que emanaba el cemento, los números y su prisión cuadrada se elevaban y desaparecían en una danza sensual de exposición y ocultamiento hasta que bajo sus pies, tierra y cielo fundieron sus mitades en un círculo entero y perfecto. Volvió en sí, respiró el aire tibio de la tarde, la mujer no estaba, miró hacia un lado y otro, en el andén sólo quedaba el guarda, última llamada, el silbato ensordecedor,

dio sólo un paso

y subió.


Comentarios

  1. Ohhh si a todo!!!
    O.d.

    ResponderEliminar
  2. subî. gratitud por la vuelta al dîa en el tren de tu imaginación y arte. Voy a ninguna parte. Gran boleto concedido

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias diamantedulce <3 qué bello, como siempre tus devoluciones <3

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas Populares

Carta III

La Búsqueda en lo Visceral II