Pintura Expresionista Inconsciente

 

DEL PUEBLO A LA CIUDAD


Todos los colores coincidirán en la oscuridad.

Francis Bacon

1.      Fondear

Una biblioteca llena a rebosar de libros acomodados en todas direcciones. En la cocina cierta loma de platos sucios asomando por sobre el nivel de la pileta. En la habitación la cama deshecha con un cenicero en medio lleno de tucas, ropa en el piso. Libros en el comedor y en el baño y en la pieza y en la cocina y debajo de la cama y sobre el televisor y en alguna silla y en los montículos de ropa tirada y apuntes en la mesa, montañas de apuntes, estos sí, perfectamente ordenados y la mesa impecable. Días previos a los exámenes.

-¡Juan!, dale que nos tenemos que ir. ¡Largá el libro que llegamos tarde! ¡La película empieza en quince minutos!

Cuando Juan estudiaba podía la tierra temblar sin que sus sentidos se inmutaran, se abstraía como si habitara el vacío de las capas de vidrio de un termo. Ella se había puesto un vestido corto, verde y escotado, ceñido al cuerpo en la parte alta que a partir de las caderas se soltaba y caía haciendo ondas verticales sobre sus largas piernas. Zapatillas-botitas negras de punta blanca. Se miró en el espejo, el vestido bailó un son de unos segundos, se acomodó un rizo rebelde y sonrió. A pesar del contento de sí, había en su mirada una pregunta sin responder, podía deberse a su juventud pero la niebla de eternidad que emanaba esa relación la habían depositado en la duda otra vez, velaba su luz, lo vio en el espejo. Duda seductora, el enemigo interno. “–Freud, no te aguanto...  Lo que obra desde el inconsciente no encarna actos de libertad, la pelea es todos los días”. En un libro lleno de polvo en la casa de Juan había leído que acceder a una vida filosófica era aceptar la propia verdad como un permanente naufragio y navegar en él. “-Son jodidos estos filósofos. Me hundo y en vez de tirarme una soga me ponen a aceptar el naufragio. Hermano, ¡casi que no respiro! Bueno… quizá tenga sentido.” Eso buscaba cuando salió del pueblo, entregarse al naufragio, morar en el silencio, develarlo, extraer algún sonido. Lo curioso era que lo había perdido. Cada tanto se extendía para asirlo pero se había escabullido por alguna hendija ignorada y le había arrebatado recuerdos. En el viaje en tren, cada uno de los giros rítmicos de las implacables garras metálicas lo hundieron en su cadencia estrepitosa de paisaje y tiempo hasta hacerlo desaparecer en el bullicio de Constitución.

-¿Vamos Juan?

Fumó una seca de la mejor tuca que encontró, se puso una campera de jean cortita, volvió al espejo y enmarcó sus ojos en dramáticas líneas negras que endurecieron su mirada y ocultaron la pregunta, agarró las llaves y fue hasta la salida. Juan se acercó con un vaso de vino a medio terminar, le dijo que estaba preciosa y apoyó el libro en la mesita del rellano y le extendió la copa y ella le sonrió y le dijo que lo quería y tomó un sorbo ruborizada y le devolvió el vaso y él lo vació y lo dejó sobre el libro y la agarró de la cintura y la atrajo hacia sí y la besó largamente y salieron.

 

2.      Dibujar

Cuando bajó del tren cayó en la cuenta que no tenía un centavo ni ropa ni documentos, sólo los puños aún en los bolsillos y un universo de palabras que se arremolinaba en la boca del estómago y tomaba forma maquinal en el movimiento de sus piernas como si el primer paso que diera para subir al tren, como si haberse animado a cruzar el tan pequeño y franqueable como absurdamente aterrador precipicio entre el andén y el vagón, la hubiera implicado en una marcha insomne e irrefrenable. No conocía a nadie en Buenos Aires. Caminó por todos los vericuetos de la estación en un minucioso reconocimiento hasta encontrar un barcito con un cartel que decía: ‘se necesita empleado/a ya’. La tomaron sin preguntas. El trabajo consistía en ir y venir dentro de la estación llevando pedidos. Nunca había caminado con una bandeja en la mano pero no le presentó ninguna dificultad. El tren había llegado a las cinco de la mañana y cuando llevó el último pedido eran las diez de la noche, estaba exhausta, había hablado con más personas que en su vida entera. Tenía dinero en el bolsillo, la propina y la paga del día.

Cuando salió de la estación lloviznaba, caminó instintiva hacia la izquierda llevada por una ironía recurrente de su padre: “-Ante la duda, siempre a la izquierda”. Sonrió, la duda es el atuendo que usa la parálisis -hija pródiga del miedo- y especula sobre quedarse o moverse, el ropaje la disfraza de razón, la vuelve aceptable y benévola, engaña los sentidos, los adormece, los invita a su vacua eternidad. Derecha o izquierda era una elección que nunca se le presentaba. Mientras se alejaba, el viento aferrado a una bandada de palomas desordenó sus bucles para luego desaparecer con ellas y dejar la llovizna caer inerme, constante, fina, helada. Miró el cielo abriendo la boca y pensó que el silencio no se contraponía con el universo de palabras al que acababa de acceder. Detuvo a una señora mayor que caminaba bajo la lluvia abrazada a sí misma, le preguntó si conocía un hotel donde pasar la noche. La mujer la miró de arriba abajo extrañada, pareció que iba a responder pero no emitió ningún sonido, se limitó a mover la cabeza señalando en dirección a un cartel de neón desvencijado en donde se podía leer H_tel Pla_a. Tania le agradeció y empezó a caminar mientras la veía alejarse sin soltar la mirada, semblante que nunca iba a olvidar, la llovizna la envolvía a cada paso hasta que fatalmente fue oscuridad y finas gotas.

En la recepción la atendió un hombre de poco más de sesenta, estaba bastante excedido de peso y se movía con dificultad. Lo saludó y le preguntó por una habitación con calefacción. El hombre, con un gesto de desaprobación agarró unas llaves, se puso en movimiento y dijo malhumorado:

-Nena, cómo se te ocurre andar sola por estos lugares con semejante belleza a cuestas, vení, espero que te guste la pieza, te metas ahí y no salgas hasta que alguien te venga a buscar, pedime el teléfono cuando sepas a quién llamar.

Mientras lo decía llegaron a la puerta de la habitación que ostentaba un cartel con un gran nueve pintado temblorosamente, el hombre le extendía las llaves y ella hacía el gesto de tomarlas mientras una burbujeante ola comenzó a ascender desde el medio de su pecho, pasó por la garganta, luego por su boca y terminó en una festiva carcajada.  Lo abrazó impulsiva, le pidió que la despierte a las seis de la mañana y entró mientras el hombre quedó quieto con la mano que había sostenido las llaves en el aire mirando la puerta cerrada hasta que pudo volver en sí y abandonar el lugar.

3.      Pintar

Una vez adentro se lanzó boca arriba sobre la cama haciendo rebotar el colchón, la envolvía una alegría desconocida que se le antojó idiota. La pieza era perfecta, sus descoloridas cortinas, el antiguo papel de colores en las paredes englobado por la humedad, el aroma a madera vieja de barniz descascarado, la alfombra manchada, el baño de azulejos bordó con sanitarios celestes, una estética monstruosa y de una enorme belleza otorgada por el hecho de ser testigo de un principio, o de muchos. Prendió el radiador, entró en la ducha y se demoró en cada movimiento reconociéndose en la que poseía secretos, descubrió al paso suave del jabón un cuerpo nuevo. Lavó su ropa bajo la lluvia caliente, la acomodó luego sobre el radiador, abrió la cama y esta vez se recostó suavemente. Miró el cielorraso largos minutos en la oscuridad, su cuerpo desnudo y limpio envuelto en sábanas frescas y una diáfana y agradable soledad y contento de sí. Comenzó a acariciarse. Se masturbó largamente, sin prisa alguna, evitó la llegada del orgasmo todo lo que pudo, lo alejó cada vez que parecía venir, se escapaba de su búsqueda, no apelaba a imágenes, si llegaban las espantaba. Su mente fue de a poco un músculo más del cuerpo que recibía los estímulos sin especulación, sin la obligación de tramitar la urgencia de algún varón urgente, sería encuentro, incluso sorpresa, lo alcanzaría con la mayor intensidad de la que fuera capaz. Casi perpetuó el tiempo y cuando ya no lo pudo detener apareció en oleadas crecientes e incontenibles de fluidos, gemidos y temblores, lo sostuvo hasta que la respiración necesitara volver a su ritmo por sí misma.  Se durmió un instante después, plena.

4.      Exponer

Juan le gustaba, hacía dos años que salían, se conocieron en la facultad. “-La duda al final es siempre alguna, el karma del pueblo me persigue. Basta Freud. Juan se parece irremediablemente a mi papá y de eso, ¿hay que escapar?” No había querido volver atrás ni con el recuerdo pero ahí estaba él, un trino dulce de campo lejos, siesta pacífica a la sombra de un ombú solitario, soplo cálido de tardes de verano. Cuando la tocaba era la suavidad del viento en las cortaderas tras su casa, el aroma la embriagaba como el de su padre cuando chica, el pelo azabache caía suave como las lomas perdidas del campo, su boca sabía a girasoles, era polvo de mariposas la piel y su voz el arrullo lejano del río en las madrugadas. Tenía una mirada de aguas mansas y el brillo de un más allá ignorado, un horizonte tan invisible como el fondo de la ruta en la noche. Eso era Juan y un buen tipo, otra vez el epígrafe perfecto. “-Pueblo, debería llamarse Pueblo y no Juan. Freud, dale, te pedí que la cortes, la repetición. Tania, nombre de pueblo y Juan, el pueblo. Sigo ahí, estaqueada en el mismo banco de vieja madera de la estación observando el borde del mundo. Hora de volver a hacer saltar los cerrojos, abrir las puertas, juntar tierra y cielo otra vez. Buscar las llaves. Las llaves, ¿cuáles eran las llaves?”

-¡Juan! ¡No encuentro las llaves! ¿Las tenés vos?

Comentarios

  1. ¡Me encantó el cuento! Tiene la magia de poder volver al inicio de todo, a esos momentos más difíciles del inicio de un proyecto de vida. ¡Gracias!

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    1. Qué bueno Marcos!! Gracias a vos! A pleno, a tus lecturas y tus devoluciones, son sumamente estimulantes. Abrazo!

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