Teoría de la reminiscencia (Platón)

 

CONOCER ES RECORDAR


En el miedo a la muerte la muerte no vale la pena.

Juan Gelman

 

A Juan lo dejó parado en medio de la calle con la boca abierta. No entendió el abandono y nada pudo decir. Ella se fue gélida. Se subió al auto, y como cada vez que la abordaba un nuevo silencio, manejó toda la noche. Terminó bordeando el río ida y vuelta en la costanera cual línea de contención. Cuando sus ojos dejaron de aceptar la luz paró y se quedó mirando el horizonte hasta quedarse dormida. Soñó con el bosque de eucaliptus del pueblo, caminaba entre los árboles tocando las hojas para que soltaran su aroma. Estaban florecidos y el polen blanco caía sobre su cara con extrema suavidad de nieve perfumada. Cerraba los ojos y respiraba profundo, intentaba retener el aroma en su cuerpo, llevarlo consigo para siempre, desafiar la insoportable verdad de la magdalena de Proust, volver a evocarlo cuando se le antojara. Buscaba a su papá que la llamaba. Recorría el bosque sin sosiego hacia dónde le parecía que manaba la voz, de a ratos lo oía cantar y escuchaba sus pasos sobre las hojas secas pero no lo veía. Oscurecía y el miedo apareció tímido primero, creciente después. Entre una fila de árboles alineados creyó distinguir un claro en el fondo, la salida, se lanzó a una carrera frenética, corría y corría pero no llegaba, los árboles se iban multiplicando a su paso y el bosque se evanecía detrás dejando la claridad siempre inalcanzable. Se incorporó bruscamente para despertar. Transpiraba y su corazón latía descontrolado. Un llanto estrepitoso comenzó a brotar, llegaba desde todos los confines de su cuerpo, el pecho un vuelco de sonidos ahogados, arrancó el auto. Lloró todo el trayecto hacia su casa, lloró mientras entraba y se desparramaba en la cama, lloró sin pausa casi toda la tarde hasta que el silencio fue la hoja seca de un otoño enterrado y se volvió a dormir sin sueños.

Sola o en la soledad de las reuniones de amigos los ríos de alcohol volvieron a fluir vastos arrullando de olvido la barca en deriva. Amables y cálidos ríos del devenir incesante de un placer efímero y dulce. Un naufragio amnésico tras otro cual abrazo materno.

Te mataste como un cobarde. Te odié aunque no lo supe, se ahogó en mí hasta robarme las palabras que quedaban. Sólo dijiste que era en la oscuridad del camino. Que era ahí. Nada más. Me voy, dijiste. El antiguo silencio y una nueva oscuridad me asaltaron y anduve meses intentando reconocer el mundo. Usaba tu camión, nadie más quería subirse. Dejé las mariposas pegadas en los vidrios y junté más, muchas más en el vano intento de devolverle al paisaje los colores que te llevaste. Andaba como si te buscara. Iba a los lugares que habíamos estado juntos ¿a recordar? Nunca supe cómo recordar, con vos los recuerdos no eran necesarios. Manejaba todo el día, todos los días, a la mañana a la tarde, a la noche, por caminos y campos y nuevos senderos, aunque nunca más allá de los límites que solías poner. Empecé a ir al bar pero tus amigos no me hablaban, desviaban la mirada cuando entraba, ya no reían. Al bar del pueblo no iban mujeres solas, no iban las hijas del pueblo. Me sentaba en una mesa apartada y tomaba vino, mucho vino, clavaba la mirada en la pared del fondo y esperaba la llegada de algún lenguaje. Las botellas se vaciaban incluso después que se fueran todos a sus casas. La sed. De palabras. ‘–Nena, voy a cerrar, andá a dormir, ya es tarde’. Muchas noches iguales. No recuerdo cuántas. Cuando el alcohol empezaba a adormecer el silencio y dejaba colarse al olvido dirigía la mirada hacia la puerta, esperaba verte entrar con tu jardinero de jean y tu maldita sonrisa que era la belleza del mundo. El dueño del bar me arrebataba la ilusión cada vez. No sabía qué hacía. De haberlo sabido se habría sentado a mi lado con un vaso. A él le pasaba lo mismo. Lo percibía en el tono en el que me mandaba a dormir. La tristeza. La sed. De palabras también. Todo el pueblo quería una explicación. Nadie me contó cómo fue pero lo escuché infinidad de veces. Te acostaste sobre las cobijas con la ropa puesta cuando volvimos del campo esa última noche, mamá te escuchó levantarte de madrugada. Tal vez lo soñé pero estoy casi segura que entraste a mi habitación y me diste un beso en la frente. Nadie escuchó nada, usaste el silenciador de cazar liebres y estabas acostado en el piso, así que no te caíste, la bala te atravesó y perforó la madera desapareciendo bajo la casa, eso dijeron. Lo hiciste en la cocina. Te iba a encontrar ella. Esa mañana cuando escuché el alboroto salí por atrás al descampado. Ahí me enseñaste a tirar con la gomera, a manejar, a distinguir las hierbas malas, las cuevas de lechuzas, a apreciar las arañas, ahí nos tirábamos boca arriba en las noches sin luna a la vuelta del bar. Silencio. La puerta no se abrió, el dueño del bar me sacó la botella que aún tenía vino y la tapó con el corcho que guardó para cuidar a la nena que vio crecer. ‘–Te la terminás la próxima. Dejá, hoy no va a venir’. Al final lo sabía. Entonces él también te esperaba. Maté medio vaso de un trago. Era lo único que podía matar. No tenía tu cobardía. Dejé el camión y me fui caminando, los brazos cruzados conteniendo lo incontenible, la mirada en los pies, paso a paso me fui alejando hasta que llegué al arroyo con tus borceguíes mojados del rocío de la noche. El arrullo inmanente del agua, el devenir de su música me hablaba de algo que no comprendí a pesar del sosiego que donaba. Ahora pienso que tal vez sólo debía comprender lo que cantaba, el forzoso devenir. Aún en su oscuridad se distinguían las piedras del fondo y el movimiento del agua dibujaba incesante sobre ellas, creí verte a través de la bruma etílica de mis ojos.

Meses después del infeliz derrotero de insomnio y odio y sueño profundo y silencio y kilómetros y espera y búsqueda y ríos infinitos de alcohol, volví a la rutina diaria de sentarme en el banco de la estación de trenes a observar el borde de nuestro mundo y logré subir a uno que me dejó en Constitución. No sabré nunca si era lo que quería pero había que salir. Es allá, habías dicho, en el horizonte inescrutable de la ruta en la noche. Cuando llegué, el absurdo paisaje ciudadano me privó de recordarte. Trabajé, conseguí dónde vivir y empecé a estudiar. Aún seguía a la caza de las palabras que se negaban a aparecer. Conocí a Juan que me hacía viajar al pueblo con su mirada. Juan era una casa dulce, acogedora, grande y cómoda. Un día cualquiera, en que la relación era perfecta lo abandoné. Estoy sola. Leo sin consideración, con cada libro que termino me separo del pueblo y de la injusticia de no ver el mundo con tu profunda y perfecta simpleza.

Ayer me invitaron a un día de campo. Salimos todos juntos en un viejo camión, casi no subo, se parecía mucho al tuyo. En el camino la ruta campera me atravesó limpia. Llegamos al lugar y al bajar noté el parabrisas lleno de mariposas estrelladas ¿estabas ahí? Algunas aún vivían con sólo un ala pegada al vidrio. Luego del almuerzo empezó a llover, estábamos lejos de la ruta dónde había quedado el camión. Me levanté de la sobremesa abruptamente y me fui corriendo bajo la lluvia que se hacía cada vez más copiosa, cuando llegué al camión algunas de las mariposas ya no estaban, las busqué por el piso y el capó pero no aparecían, aún quedaban algunas pegadas. Me quedé quieta, mojándome, empapándome hasta que una se despegó y salió a volar un segundo, la lluvia la derribó y quedó aleteando en el piso hasta morir mientras otra, volando bajo, esquivaba incomprensible las gotas hasta alcanzar una extensa hoja guarecida del agua por otra, abrió las alas y se quedó quieta esperando el escampe. El naufragio… Navegar en el naufragio. Seguía ahí parada, al fin parte del devenir agua, las palabras me inundaban rebosantes cual marea de luna creciente al ritmo de las gotas que me despojaban, delicadas pero implacables, del odio al que intentaba seguir aferrada. Entendí. Allá; sólo era posible sin vos. Me desnudé y subí al camión, me envolví en una colcha vieja, vi en el final de la ruta el ocaso oscurecido de nubes negras, recordé.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas Populares

Carta III

La Búsqueda en lo Visceral II

Debate con Julio Cortázar