Un debate con John Lennon

 

ALMORZAR UN FANTASMA


""Dimos formas reales a un fantasma,
de la mente ridícula invención,
y hecho el ídolo ya, sacrificamos
en su altar nuestro amor.""

Gustavo Adolfo Bécquer

 

Desde que mi memoria se transformó en algo a lo que se puede apelar que enfrento los mismos fantasmas, como todos. El mío particular es la insoslayable realidad de que frente-a-la-depresión-el-amor-no; nunca. No alcanza, no incide, no mella, no irrumpe, no transforma, no abre puertas, fracasa estrepitosamente. Sin embargo, sostengo una actitud anclada en mí como un yunque, lo intento como si cada vez fuera diferente, emprendo la tarea en el afán de no abrirle la puerta a la desilusión y sostener la fantasía de horadar piedra con medusas de agua dulce. Por lo tanto fracaso y cada fracaso se planta ante mí glorioso como un malabarista con el circo entero sacando chispas de sus palmas y proponiéndose como la mentira que es, como una nueva posibilidad, me abre la misma empecinada puerta disfrazada de novedad que lastimosamente atravieso. Lars Von Tryer y su película ‘Melancholia’ no tienen razón. No es verdad, es deseo, decidió realizar su-mi deseo en la ficción, enfrenta el mismo fantasma en ‘Contra Viento y Marea’ donde no lo logra, gana la depresión, que se ensaña, como siempre, barril sin fondo devorador de sentido, agujero negro insondable donde el amor se pierde, es expulsado, como la materia estelar, hacia fuera y deja el universo enmugrecido de culpa, tristeza e impotencia. Atrae y destruye, evanece, fagocita, no deja nada. Lars Von Tryer, con su extrema poética, lo lleva hasta la última consecuencia, la vida. El fantasma es palpable y no deja de volver. Si no filmaba ‘Melancholía’ quizá enloquecía, como yo.

El antónimo de amor es indiferencia.

La anestesia que inocula toma mente y cuerpo.

No hay nada que hacer.

Nada.

 

Cuando la abracé, Luna estaba cantando una letanía en cuyo relato nos amábamos. De algún modo aparecieron imágenes que nos rodeaban junto con el canto y los sonidos de la montaña. Me lo pidió, yo no quería en verdad, pero estaba hermosa, la letanía era seductora, la noche nos envolvía, el fuego hipnotizaba, la luna embrujaba. Habíamos comido hongos alucinógenos y ella quiso hacer el ritual maya del amor que une las almas de dos personas para siempre, invocó a las diosas, Xochiquétzal, ‘flor preciosa’, diosa de la belleza, nacida de los cabellos de la diosa madre. Lo hizo como antaño, en nombre de la sensualidad, la fertilidad, el parto, la buena cosecha, la danza, la música, el canto, la libertad sexual, para hablar de amor, para el placer sexual, el erotismo, y a su hermana melliza Xochipilli con los mismos poderes para hacer la unión.

Todo giraba a mi alrededor, incluso ella, que se volvió magia como cada vez que nos encontrábamos. Decía que el amor le quedaba pendiente, que ahora yo estaba ahí y era la elegida, reconocí que estaba rara, es cierto, pero también sucumbí a la seducción del ritual, y la suya que me embargó de fragilidad. Más allá de los hongos mis propias historias de amor tampoco estaban dando la respuesta que buscaba, había fantaseado con Luna antes. Ella cantaba y bailaba muy suave y lentamente, sus cabellos se mecían al ritmo de la letanía, se mezclaban con las estrellas que arrojaba la luna entre las piedras y el agua del arroyo. Sus labios me llamaban en algún dialecto que entendió mi alma y no pude negarme, no batallé tampoco. Nos besamos, un beso de frutas maduras, de tibieza de leche de almendras, largo, profundo como la noche. Me fui dejando llevar, sus manos me recorrieron con la suavidad del canto, el fuego nos calentaba, nuestras sombras eran sólo una que se alargaba en la tierra hasta subir por los troncos de los árboles cuyas copas conversaban a lo lejos en su idioma de viento y las ramas gemían en el propio de balanceo, se escuchaban rodar los pequeños peñascos del arroyo y el agua nos acunaba en su cadencia de transformación incesante. Fuimos parte del todo como habíamos creído posible. Recorrí cada milímetro de su piel mientras la observaba, me detuve en los lugares en los que su gemido pedía, busqué en ella y luego ella en mí, y luego yo en ella nuevamente. Nos descubrimos, nos reflejamos en un nuevo placer desconocido para ambas. Su cuerpo era una playa de arena fina y tibia, cuando mis manos descansaban en él eran recibidas con el dibujo de sus contornos, el abrazo de su piel. Nos fuimos demorando palmo a palmo, las horas pasaban y el éxtasis no se detenía. Su tórrido pubis me recibió una y otra vez y el mío a ella en rítmico devenir hasta que el fuego fue brasas y las brasas polvo gris y la luna un sol tibio y el canto un silencio de abrazo. Zorzales de monte llegaron con su melodía hasta nosotras desde ramas lejanas, presente su invisibilidad. Abrí los ojos despacio mientras sentía su respiración, tan blanca ella como las lenguas de nieve que casi rozaban el campamento, sus pechos turgentes de pezones rosados y tensos, sus curvas perfectas, apoyé suavemente la mano en su cara y besé su mirada oculta bajo los párpados que abrió para sonreír en un segundo de fábula, un instante para eternizar en la máquina de Morel. Acto seguido se sobresaltó y se incorporó y me preguntó qué hacía y si estaba loca y por qué estábamos desnudas y por qué la besé y por qué la toqué y gritó y gritó y giró sobre sí misma y se agachó y se paró y se agarró la cabeza y se tapó la cara y luego el pubis y gritó más fuerte. Empezó a correr de un lado a otro y en mi incomprensión y tal vez ridículo optimismo o quizá simple superstición, pensé que en algún momento recordaría y todo se arreglaría por sí mismo. Comencé a recoger muy despacio las cosas, a levantar el campamento mientras ella se metía en el arroyo y se tiraba encima su gélida agua y gritaba que no, que no, que por favor no. -¿Qué hiciste Tania?, me preguntaba a los gritos -¿qué me hiciste?, voy a enloquecer. Yo sentía lo mismo pero no hablaba, había quedado ensordecida por el me, ¿me? y sus gritos. Terminé de guardar todo mientras ella seguía con su espectáculo. Lo único que deseaba era llegar a algún lugar en el que hubiera alguien, un semblante cualquiera, algo que me permitiera cotejar la realidad, un rostro capaz de decirme que no estaba teniendo una de las peores pesadillas de mi vida, una mirada que arrancara a Luna de su incomprensible condición, otro, alter, lo otro, lo que ve fuera de mí, lo no yo, no nosotras, no ese estado, no esos gritos, no esa verdad aterradora, ridícula y desquiciante.

Me acerqué al arroyo y la llamé despacio, -Luna, vamos yendo, ya levanté el campamento, tenemos que irnos. Gritó más fuerte, esta vez palabras de odio. Me senté en la tierra con las piernas en montaña y mi cabeza apoyada sobre las rodillas que abracé, esperé vencida. Pasó un largo rato, muy extenso para mis sentidos que, defendiéndome de la amenaza de locura inminente dejaron de a poco de percibir, creo que me dormí. Cuando decidí incorporarme había silencio, levanté la cabeza y vi a Luna recostada boca arriba sobre las piedras del arroyo, el agua fluía sobre su desnudez, sus labios morados, los ojos muy abiertos clavados en el cielo, bella como una aparición. La fui a buscar, me permitió levantarla y luego sacarla del arroyo. La sequé, la vestí con ropa limpia, la peiné. No parpadeaba. Le pregunté cómo estaba y no respondió. Cargué ambas mochilas cuyo peso hundió mi ánimo con la fuerza de su gravedad, la tomé de la mano y comenzamos a caminar.

Durante el camino no habló, tampoco en la estación de tren, ni en el viaje, ni cuando llegamos a los brazos de su hermano Santiago –por entonces mi novio-, ni cuando fuimos a su casa, ni nunca más. Luna no volvió a hablar frente a nadie. Pasaron meses. Fui a visitarla varias veces pero no pude lograrlo, su silencio me ensordecía, me dejaba frente a sus últimas palabras que me responsabilizaban. Deseaba que dijera alguna, creía que por cada palabra nueva iba a borrar una de las dichas en el arroyo. Así, palabra por palabra se desvanecerían para siempre y podríamos acceder al relato de la belleza, el de mi mirada y aniquilar el delirio de la suya para siempre.

Hoy me debato entre sacudirla, gritarle que ella empezó, que ella me lo pidió, que ella quería, que ella invocó, que ella cantó, que no hay culpables, que somos adultas, que hicimos lo que sentimos, que está bien, que no pasa nada, que basta ya, que basta con este infernal y acusatorio silencio maldito que va a destrozar mi vida para siempre y la tuya Luna, ¡basta ya! o volver a amarla, y amarla para siempre porque no logro encontrar en mi biblioteca de recuerdos uno más bello que el de esa noche y porque creo que el hechizo funcionó y que nuestras almas ya son una a pesar de su silencio o precisamente por él y que es irreversible. Amarla y volver a hundirme en su arena blanca y perderme en sus pechos dulces y habitarla.


Y matar a Santiago tal vez. Si, matar a Santiago.


Me puse a leer sobre las diosas invocadas esa noche pero lo único que descubrí es que fue todo perfecto. Dicen que está deprimida y no hacen otra cosa que preguntarme qué pasó. Me acosan. Me cercan. Me agobian.

 

Deprimida.

Indiferente.

Muerta.

Jugando a estar viva.

Jugando con nosotros sin piedad.

Como Jan, Lars, en ‘Contra viento y marea’.

¡Un momento! ‘Melancholía’…

La solución es el amor.

¡Sí!, en teoría, es decir, es el antónimo, debería funcionar.

Te llega la muerte en ‘Contra Viento y Marea’, Lars, te morís, no te olvides, o será que vivir con la insoportable verdad de que de la indiferencia no se vuelve ni aunque una estrella impacte contra la tierra no fue posible y te inventaste ‘Melancholía’ para cambiarlo. Tal vez.

Bueno, quizá en la próxima visita me anime a tocarla. Quizá la visite de noche y le levante despacio el vestido turquesa que se pone cuando voy –le queda precioso, lo sabe, se le nota- y deslice mi mano despacio en su entrepierna y ella me mire sonriendo con esa sonrisa que ilumina todo en derredor, la típica sonrisa de la depresión, pura luz que prueba la salida de la indiferencia por un segundo, lo que dura. Tal vez despierte de la muerte, quizá amarla la haga florecer, o logre extraer de ella una flor cada tanto. Lo efímero podría ir repitiéndose y la repetición podría engañarme sutilmente, hacerme creer que es persistencia, que es verdad, que está viva.

No Lars, no.

 

A Santiago lo dejé. Me di cuenta que se habían puesto de acuerdo con Sofía para que les cuente que pasó. Estuve a punto. Me salvó Pablo que llegó justo e hizo lo de siempre: me recordó mi cuerpo, que había olvidado, había quedado estaqueado en la montaña junto a las cenizas que dejó el fuego al extinguirse. Cuando nos vemos es imposible no tocarnos, siempre empieza él pero no puedo hacer otra cosa que dejarlo, tampoco quiero, me erotiza, me provoca un deseo irrefrenable y luego me colma. Un volcán, entramos en la lógica erupción que luego acalla, sobreviene el silencio, un río turbio y caliente de ladera mansa hasta la petrificación en la distancia y vuelta a empezar. Podría quedarme en Pablo para siempre, podría; y olvidar todo.

 

O desaparecer, volver al pueblo.

O matarme como en ‘Contra Viento y Marea’, tal vez mientras Ian Guillan cante Child in Time y haya un lindo paisaje de fondo. Sos tremendo Lars, poesía pura. Chapeaux.

O mejor deprimirme, sí, quizá deprimirme, creo que es perfecto, que vengan por una vez a mi jardín a sembrar, a regar, a fertilizar, a revolver una tierra que en su ceguera no ven que es sólo cal, a extraer alguna que otra flor cada tanto, a creer en tu fantasía Lars, que vengan hacia mí esta vez, a creer que el antónimo de indiferencia me va a despertar, que vengan a pretender que un antónimo transforma, da sentido, estimula, inyecta vida.

Deprimirme yo, fagocitar el eterno fantasma de una vez, ser él, dejar de tenerlo enfrente para siempre, masticarlo, triturarlo, incorporar sus partículas una a una sin que ninguna se escape o se caiga, un trabajo bien hecho, que no quede nada fuera. Ahora, antes que la materia aniquilada me manche de las culpas injustas que expulsa, o que la entrega me mate, o que el agujero negro me desaparezca.

-¿Qué decís Lars?

-¡Lars!

Otra vez sueña...

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