Crónica de un querido perdedor.

 

NO QUEDA NI UN FASO EN LA MESA(*)


“…yo no quiero seguir siendo Jorge Luis Borges,

yo quiero ser otra persona.

Espero que mi muerte sea total,

espero morir en cuerpo y alma.”

J. L. Borges ‘La inmortalidad’ (fragmento)


 

El tipo tenía un bar de barrio que conservó hasta su muerte.

El bar, tenía a un tipo de barrio hasta que murió.

El tipo, fue el bar del barrio hasta su muerte.

Tendría unos cincuenta y seis años y aparentaba por lo menos sesenta y cinco, muy flaco, el abdomen un poco hundido, un tórax que dejaba ver las costillas que se adivinaban a través de la camiseta que llevaba siempre debajo de una pulcra y envejecida camisa de traje blanca en general, tal vez celeste, alguna vez rosa. Pulcritud y pobreza de la mano suelen despertar un sentimiento de cuidado que hunde en el barro de la ignorancia los prejuicios tan extendidos sobre la carencia y descubren una potencia que bucea en la injusticia. Era uno de esos exóticos personajes de la noche porteña, escondido en un barrio cualquiera. Su cabello era totalmente blanco, lo llevaba peinado hacia atrás y dejaba ver unas entradas moderadas, su rostro enjuto, de postura encorvada, manos muy flacas de dedos largos. Se movía despacio, como si calculara cada movimiento, como si lo tuviera que pensar por algunos segundos antes de ejecutarlo. Dar un paso, girar sobre un pie, sentarse, agarrar un vaso, prender un cigarrillo, todos con una lentitud pasmosa. Sus movimientos pausados eran una característica que parecía saborear consciente del efecto que producía en los otros. Especialmente cuando prendía un cigarrillo. Fumaba negros, y como todo fumador de negros, cualquier otro cigarrillo le parecía una falta de respeto, una ridiculez inaceptable. Tenía gestos delicados al fumar, cuando exhalaba el humo levantaba la cabeza y lo soltaba hacia arriba, lo miraba con intensidad y en silencio, un silencio que podía imponer incluso en mitad de un parlamento propio e invitaba a la contemplación conjunta, como si en cada exhalación el humo fuera a revelar algún secreto escrutable a simple vista. Usaba pantalones de tela, azules o negros y zapatos con cordón, cinturón de cuero negro. Tenía la mirada huidiza, ponía su billetera sobre la mesa en la que solía guardar infinidad de papeles pequeños con anotaciones y los barajaba con la mano izquierda cual naipes cuando la conversación no fluía, algo de lo que gustaba encargarse especialmente que acontezca, saboreaba la posibilidad de incomodar, uno tendía a perdonarlo y a cooperar con el momento porque era obvia su propia incomodidad.

 

El bar, cual santuario, tenía paredes abarrotadas de objetos, obsequios de amigos recolectados a través de una vida muy particular que tratábamos de dilucidar con extrema dificultad sin ayuda de su parte, su magia era la intriga, un vacío que adivinábamos significativo, en el que éramos seducidos a ahondar. La mayoría de los objetos eran antiguos, muchos relojes, algunos de péndulo, todos invariablemente parados. El único que funcionaba desentonaba con todo, era de plástico de un color llamativo, con el escudo y los colores de un club de fútbol en el cual los habitués solíamos descubrir incautos el amanecer, a veces en plena ronda de truco de seis escondidos en la mesa tras la barra y en la que él participaba con un vaso a medio llenar. El microclima interior nos abducía por completo de la realidad, nos abrazaba cual niebla espesa en la que se perdía la noción de espacio y tiempo, discurríamos cómplices en una atmósfera de huida envueltos en la música, el murmullo, los torrentes de alcohol, las risas, el humo y el ruido de los tacos de pool. Había platos colgados, cuadros de propagandas viejas, lámparas distribuidas por todas partes, algunas con luces amarillas y otras blancas muy tenues. Botellas antiguas de soda, de vidrio azul o verde, una vitrina con variedad de objetos, un mural cerámico hecho por él mismo con una antigua amiga, dato concedido un día en el que milagrosamente, se dejaba conmover con algún relato y aportaba algún dato de sí mismo y quizá sonreía. Había un Fun Machine que no funcionaba, una guitarra muy vieja de madera sin barnizar, desafinada, abandonada en el último rincón hacia el fondo del bar en el que había un ventanal a medias oculto con una desaseada cortina que daba hacia un patio lleno de secretos acuñados por selectos habitués que cada tanto lo moraban. De la barra colgaban copas y más objetos, una escultura con forma de torre de Babel y la infaltable botella de ginebra Bols propia de cualquier bar de Buenos Aires que decidiera mantener lo autóctono a costa de alejar gentes afectas a la infernal unificación global de los gustos. Detrás del mostrador, la pared era espejada y había una fila con algunos libros que a veces solía leer en voz alta en la intimidad que se producía en la barra, leía casi avergonzado, en una voz tan tenue que sólo al prestar atención a lo que ocurriera en ese pequeño dominio de sí mismo se podía advertir, y una vez percibido éramos presas del embrujo que nos obligaba a acercarnos a escuchar, nada podía superar la posibilidad de estar presentes en ese momento. Se reía de lo que leía si le resultaba una genialidad, algo que anticipaba con una sonrisa porque lo sabía de antemano o se ponía grave si era sobre la tragedia de la soledad o sobre amores no correspondidos. Levantaba los ojos cada tanto y con la mano del cigarrillo hacía gestos sincronizados con las pausas del relato o el poema. Bajo los libros, en un estante, el equipo de música hacía sonar a Jetro Thull, Creedence, B. B. King, Génesis, La Borgoña (Rock Bebible) -una banda de chicos del barrio que frecuentaban el lugar y tenían el privilegio del patio y la mesa del fondo ya entrada la noche, para lo prohibido-. De pronto sonaba  Pink Floyd, o blues, nunca otras cosas. Un estilo marcado que apreciábamos, que buscábamos especialmente. Había sólo una mesa de pool con el paño verde que un día cambió a rojo y la lámpara baja sobre ella con el típico calado. El triángulo que acomodaba las bolas estaba quebrado y no fue cambiado ni cuando cambió de color el paño, los tacos estaban combados y tenían las puntas gastadas, la tiza era un hueco y había que hacer malabares para usar los costados en donde aún había algo del polvo celeste, la bola blanca se podía agarrar cuando bajaba por el tobogán porque el vidrio del costado de la mesa no estaba, una exclusividad de la casa que disfrutábamos con naturalidad. El lugar tenía un dejo de descuido que lo definía, aunque los baños estaban siempre limpios, extraño placer para un bar de barrio. La entrada y el frente eran de un vidrio invariablemente sucio, había sobre él una reja negra con firuletes que dificultaba la limpieza. Un macetero con malvones, lazos de amor, plantas inmortales que no requerían cuidados.

 

Se llamaba Jorge, le costaba sonreír, lo consideraba una banalidad, el-bar-él atraía principalmente solitarios, tomadores de bebida y falopa blancas, algún dandi de traje blanco también, trasnochados taxistas, mujeres mayores solas, bandas de rock y heavy metal del barrio, algunos adolescentes que iban a jugar al pool y cambiaban por un rato el sonido del lugar; y nosotras, en cuyo seno ahogábamos nuestras penas de entonces en charlas interminables de varias veces por semana, a pura botella de cerveza de las que solíamos pagar la mitad porque el espectáculo tan dispar e íntimo que entregábamos en relación al entorno era premiado por varones extasiados desde la barra y mesas lejanas con botellas y más botellas para que no abandonáramos el lugar, varones que jamás se acercaban a la mesa, que simplemente gustaban de disfrutar el paisaje que ofrendábamos. Pensábamos la vida, queríamos comprender, descifrar el universo, la humanidad, el sistema, las relaciones, buscábamos sentido en nuestra costumbre de corazón abierto al mundo, de herida elegida, permanente, paríamos ideas en cantidad y luego partíamos de ellas para crear otras, y así, en espiral ascendente creíamos, noches de producir pensamiento y tanta risa, nos gustaba el absurdo, solíamos introducirlo en cualquier momento, desdramatizar era la espada que blandíamos contra la vacuidad y los fantasmas, el entorno era el espejo en el que tal vez nunca querríamos mirarnos, la contradicción de estar ahí la mitad de la semana se nos escapaba como agua entre los dedos, tal vez no fuera una espiral sino un simple y agónico círculo que nos perseguiría por siempre, quizá.

 

Con el tiempo conocimos los nombres de muchos personajes y algunas historias desgarradoras. Todos juntos resultábamos una fauna diversa, prácticamente incomprensible y por lo tanto perfecta. Había cierto diálogo que se daba a bar entero. Pensábamos por entonces que nos unía el amor al alcohol que nos abría caminos de pensamiento y comunión y la necesidad de no estar en nuestras casas. Jorge invitaba a esa particular excentricidad de algún modo solapada que quizá no comprendíamos pero amábamos intensamente. El-bar-él era un abrazo fraterno que la solitaria ciudad nos donaba generosa y aceptábamos complacidas.

 

La barra era el lugar reservado para los solitarios; ahí se contaba con su presencia. Tenía humor agrio, era muy irónico y la jugaba de malo. Nadie le creía, no era posible, o tal vez no era deseable, porque en verdad algunas veces era capaz de herir profundamente. De todos modos lo queríamos y disfrutábamos incluso en sus días tristes. Solía deprimirse hasta el extremo de los psicofármacos pero no era fácil saberlo porque prefería mostrarse enojado. Esos días se movía más enérgicamente, aunque  nunca abandonaba el casi arrastrar de sus pies, iba con la cadera echada sobre un costado, inclinaba el resto del torso hacia atrás. Parecía físicamente imposible caminar en esa postura. Desafiaba la ley de gravedad, sin embargo lo lograba y la estela que abandonaba al paso tenía la marca de lo único. Con la mano a la altura de la cara y el cigarrillo eterno prendido en ella se acercaba a nuestra mesa con el gesto de detenerse aunque no lo hacía, no siempre, y saludaba con un mínimo movimiento de cabeza como si nos desconociera. Cuando atendía la barra el cigarrillo colgaba de su boca y generaba una cortina de humo que escondía su rostro de nosotros, hecho que parecía disfrutar a pesar de la dificultad para respirar que ello encarnaba. En esos momentos parecía otro, la actividad que desplegaba en el mostrador junto al rostro escondido denotaban un dinamismo que no era habitual en él.

 

Le gustaba releer. Se lo había escuchado a Borges del que era un fanático, lo citaba todo el tiempo. Había copiado su concepto sobre la relectura, sostenía que ya había leído lo suficiente como para elegir los libros que más le gustaban, por lo que no le hacía falta conocer más. Releería los elegidos para siempre, los de la repisa. Aseguraba que en cada ocasión el mismo libro le revelaría lo distinto o le devolvería algún conocido placer. Despreciaba a los que no se apropiaban físicamente de los libros. Él los subrayaba, los escribía, los volvía a subrayar en los mismos pasajes, les dibujaba corchetes, cruces, asteriscos, escribía las ideas extraídas en los márgenes y las volvía a copiar en las contratapas. Cuando una idea lo conmovía la escribía repetidamente en el mismo libro como un maniático. Como si reescribirla consiguiera su apropiación o volverla un hecho incontestable, una verdad para sí.

 

El placer y el dolor van juntos.

Son dos gemelos.

Sócrates

El placer y el dolor van juntos.

Son dos gemelos.

Sócrates

El placer y el dolor van juntos.

Son dos gemelos.

Sócrates

 

Subrayaba con tanta energía que la página llegaba a agrietarse. Fiel a su cosmogonía de callejón sin salida decía que había dos clases de idiotas, los que prestaban los libros y los que los devolvían. Borges Oral era su biblia personal. Ensayos sobre la inmortalidad, el libro, el tiempo y otros temas. Las manifestaciones de Borges sobre la inmortalidad lo tenían obsesionado. Quería morirse, la muerte lo fascinaba, la vida le resultaba de un dolor inabordable, no encontraba sosiego y le parecía una estupidez. El pleno disfrute, cosa de idiotas alegres, ignorantes absolutos de las verdades que revela el sufrimiento profundo. Era separado y tenía una hija a la que le escribía poesía con devoción de enamorado. Ella no lo correspondía.

 

Quisiera estar con María y que sin saberlo,

me cuide y ampare  en su amor de niña.

con ella, sólo con ella puedo conseguir un poco de paz,

la amo.

Es la justi f s ción mi s an la leída.

 

En la última línea la letra se volvió ilegible y se llenó de firuletes que la escondieron. Aprovechaba esa desolación en pro de la justificación sobre la falta de sentido de la vida, aunque antes de este episodio, tenía otra, siempre alguna. Los más cercanos contaban que era abogado y escribano y que llegó a ser juez, que eligió vivir en la calle en una época anterior al bar que lo marcó para siempre. Era un solitario de afectos que suplía la falta con la razón. Estaba cansado y desesperado, transformaba su atormentado pasar en una bandera que ya quería enterrar. Tenía una paciencia infinita con los borrachos del bar. Nunca echó a nadie, se quedaba esperando solo en la barra, fumaba y miraba por el frente vidriado la luz tenue de la mañana que nunca consiguió filtrarse en el microclima interior, y esto era así aunque en el bar quedara sólo una mesa, o sólo una persona en la barra, perdía la mirada como si dejara de percibir el entorno, viajaba a la tragedia de estar vivo en esas circunstancias para él abominables y esa imagen, resultaba la verdad sobre todos nosotros.

Decía de sus relojes detenidos que daban la hora exacta por lo menos dos veces al día. Y que la belleza de una mujer le podía doler. Que Juan Gelman escribía los mismos versos hacía 20 años y lo tenía aburrido. Decía también que no tomaba alcohol por los psicofármacos. Tomaba caña Legui. Era celoso y hacía vanos esfuerzos por ocultarlo. Un abrazo lo crispaba, se encogía, no tenía idea cómo reaccionar, abrazarlo era como ceñir madera, sus huesos apenas cobijados por la piel se sentían como el límite que ponía su crispación. Cuando llovía se iba y dejaba el bar a cuidado de su joven barman de confianza, se quedaba parado bajo el toldo de la entrada del bar y abría lentamente el paraguas mientras miraba hacia la calle, parecía que no iba a lograr moverse, que iba a volver a entrar o que simplemente se iba a quedar en ese gesto bajo el pequeño techo de tela envuelto hasta los hombros en la nube blanca producida por la exhalación de sus pulmones.

 

Fueron nuestros años de habitar el seductor vacío de la noche. Un día inesperado supimos que tuvo un edema pulmonar que lo dejó en coma. Y aunque del coma salió, su voluntad de morir, su deseo de parar, su determinación sobre lo vano, lo pueril, lo imbécil de la vida en el dolor, ganaron la partida. Cerró por última vez los ojos un día de semana santa, el domingo de resurrección. Justo un tipo que quería dejar de ser, que fundido en Borges sostenía estar harto de sí mismo.

 

Me siento mal

de cuerpo y alma

hace tanto tiempo

demasiado quizá

espero el sol

que no sale

la paz

que no llega

el amor

que se aleja

espero dejar de esperar

ser de nuevo

como un niño

nuevo

como un hombre

nuevo

¿Podré llegar?

¿Se podrá?

 

Esperaba la muerte para pasar a una inmortalidad que habitara para siempre la memoria de los que lo conocimos, sobre todo para que lavara las culpas que sentía frente al fracaso como amante, como padre, como amigo, que las purificara, que lo cubriera de su mácula, que frenara esa infernal compulsión a compadecerse de sí mismo hasta el hartazgo y lo convirtiera en lo que no era para la memoria de su hija, su eterno amor imposible. Morir ese domingo fue su última ironía. El-Bar-él perdió su alma para siempre como un soplo se lleva el polvo brillante que en la oscuridad define los contornos.

Volvimos contadas veces, la fila de libros ya no estaba en el estante de la pared espejada y cuando pregunté por ellos al eterno barman que finalmente como soñaba se quedó con el bar, me señaló una antigua mesita de luz. Abrí su puerta y ahí estaban, encimados, descartados, me senté en el piso y busqué la Biblia de Jorge, de Borges, del-bar-él, le pregunté si podía quedármelo, no le importó. Ahí estaban los poemas de amor para su hija, ahí estaban sus tristezas subrayadas, sus mejores ironías, “Hume destruye alma y cuerpo”, sus tal vez necias certezas, sus líneas remarcadas cien veces, sus corchetes y asteriscos perdidos sin referencia, hoy en el estante dedicado a Borges de mi biblioteca para ir hacia él cada vez que me intenta abrazar el sinsentido y tengo que recordar que para encontrarlo es necesario no tenerlo aunque sea un rato, o como era entonces, unos años, el tiempo no importa, el sentido no deja de ser otra cosa que la voluntad de encontrarlo, es creación, arte, es la ficción que elegimos vivir como verdad.

Algunos pocos siguen con su ronda etílica y desmemoriada por el bar junto a los chicos jóvenes que hoy lo frecuentan, otra gente y otra música y otros precios y otro clima y otra onda diría el barman que siempre soñó con modernizar el lugar, sí, otra onda. La mayoría nos fuimos, casi todos.

Ya no es posible evocarlo ahí.

 

A la necesaria memoria de Jorge, de Collage.

 

(*) Cita de Azucena, tema de La Borgoña (Rock Bebible)


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