Un acuerdo con Silvio Rodriguez

 

ÁNGEL PARA UN FINAL


""Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera."
 
J. L. Borges ‘El laberinto’ (fragmento)
 

No se dio cuenta que Juan le había dicho que la dejaba y fue a verlo de todos modos. No entendió. No es que no tuviera la inteligencia suficiente ni que quisiera negar la realidad, o tal vez su mente hizo caso omiso de su consciencia y decidió que sí, que esa realidad debía ser negada, hay cosas que se esconden de uno mismo por un tiempo en espera de poder ser aceptadas. De un modo u otro no se enteró, además, su forma de decírselo como siempre que se manifestaba sobre sus decisiones, era laberíntica. Algo de que estaba en casa de un amigo y que no sabía cuándo, pero que iba a volver a casa. Dijo a casa y Tania entendió que hablaba del lugar en el que vivió los meses en que estuvo separado de su mujer. Meses de sufrimiento y evasivas. Meses de comunicación breve, virtual y confusa. Mensajes, correos, extensos momentos de silencio y contados encuentros. El día en que Tania decidió ir a verlo se cumplirían dos años de que su relación comenzara.

Juan estaba casado hacía muchos años. Todos años de contrabandear el deseo. Años, según contaba, de vivir en piloto automático, una especie de tiempo detenido, de muerte, lo cual implicaba la postergación de sí mismo, decía que podía hacerse el boludo sin problema. Cuando se conocieron Juan empezó a intentar seducirla, se invitaba solo a tomar café a su casa, le proponía trabajos en conjunto, o se apoyaba distraído sobre ella cuando conversaban, la abrazaba extensamente, le hablaba muy de cerca, le hizo algún regalo, en fin, todo lo que hace a una conquista. Durante casi un año Tania se mostró sumamente reticente a sus embates. Nunca se había siquiera planteado tener una relación con un hombre casado, no lo deseaba, sabía que la propuesta iba a ser sólo sexual y ella buscaba otra cosa, habían pasado varios años del episodio con Luna y ya se percibía preparada para ser conmovida. Él la estudió minuciosamente y se acercó de diferentes maneras. Logró ser su amigo en principio, comenzaron a trabajar juntos y el placer de compartirse llevó lentamente a Tania a la decisión de que, sin importar lo que pasara, no deseaba perderse la posibilidad de relacionarse amorosamente con ese hombre. Lo hizo de forma muy pensada, consciente, sabía que podía salir lastimada, lo decidió porque en cada encuentro no podía dejar de apreciar lo conmovido que él se sentía con su forma de ser, con su risa fresca, con lo que ella leía, con la música que escuchaba, con todo. Un día se lo dijo, -me rompés la cabeza. Ella estaba extasiada con su aplomo, le parecía alguien muy seguro de sí mismo, algo que luego su comportamiento iba a refutar, pero así se manejaba por entonces, esa manera de parecer bien plantado en la vida, de dar pasos firmes, así lo notaba ella, calmo, decidido, sobre todo por su determinación a seducirla a como dé lugar. Juan la besó por primera vez en el bullicio de una noche de primavera en el conurbano, era tarde, habían ido a un evento luego de una tarde juntos muy intensa de confesiones y emoción compartida. Tania, que tenía todo muy pensado, le dijo que no debía preocuparse por nada, que ella sabía lo que hacía y que nunca le iba a pedir nada, que no deseaba habitar el reclamo, le habló de Sartre y Beauvoir y del amor libre, iban en el auto y Juan la miró de reojo descreído o tal vez sorprendido. Durante dos años su vínculo creció sin pausa. Se prodigaban admiración y respeto enormes por lo tanto el amor, exclusiva consecuencia de los primeros, fue irremediable. Exclusiva, porque tiene tan buena prensa el amor que cualquier cosa lo parece, sobre todo la multitudinaria atracción neurótica inconsciente que es llamada amor y que normalmente no es otra cosa que la repetición de los vínculos parentales, el aplastamiento del yo, porción tan débil del aparato psíquico que en contados casos aparece con la plenitud del sueño sobre uno mismo, es un trabajo minucioso, que debe ser abordado con la angustia que conlleva, algo que escapa a los saberes populares. Cada tanto él proponía interrupciones a la relación, temeroso de profundizar, temeroso de la insoslayable conmoción que lo atravesaba, lo hacía con argumentos sobre la culpa de ser infiel, argumentos que caían estrepitosamente al suelo de los apasionados encuentros, -es que cuando te veo…, decía acariciando su cabello, y también frente a la realidad de sus años de contrabando ininterrumpido, por lo tanto siempre retomaban.

Nunca antes Tania había recibido tanto amor ni tal placer físico ni nadie le había dicho tantas palabras conmovedoras. Juan poseía una intensidad profunda que desplegaba en calma y resultaba en una potencia que ella no conocía y la conmovía inefablemente. Se encontraban en casa de Tania siempre, promediaba el mediodía y pasaban juntos entre seis y siete horas de hondas charlas sobre la vida, mucha risa, sus trabajos, sus pasiones, sexo, ducha compartida, dos vinos cada vez, jamón crudo y roquefort, aceitunas, a puro placer, comodidad, entendimiento, comunión, besos y caricias. Una vez Juan dijo –tengo que dejar de besarte, no podía parar, y sus besos eran de terciopelo, sus manos robustas la moldeaban en la cama cual arcilla, ella se entregaba por completo, como nunca antes, ambos temblaban. Él cedió de a poco, dejó llegar lentamente el lenguaje de la emoción física, se manifestaba en la novedad, la última vez que se vieron llegó a decirle que quería ser ella. –Quiero ser vos. ¿Qué frase más elevada se puede recibir? ¿Qué deseo puede ser más inmenso que el del ser de otro? De eso no hay retorno. Le gustaba la libertad que tenía Tania en sus movimientos, en sus decisiones, en su forma de vida, en su manera de pensar, de hablar y plantear la sexualidad. Estaba fascinado. Ella también, aunque lo aventajaba en que había vivido profundamente una verdad sobre sí misma que construyó día a día desde que dejó el pueblo. Juan recién empezaba a conocer esa posibilidad pero entendía que era lo que había querido siempre. –Yo siempre quise ser así, decía, ambos se veían reflejados en el otro, ambos habían sido conmovidos en lo insondable de sí mismos, se abrían a la mutua fragilidad con firme confianza, capa por capa iban conociendo los límites a los que llegaban con la perplejidad de descubrir un nuevo espejo que los enriquecía.

Había pasado un año y cuatro meses de relación, de cantidad de vivencias compartidas como hacer el amor en una alfombra de hojas secas de un bosque de robles, cuando Tania sintió un inesperado dolor llegar. Cuando caía la tarde y Juan se iba, ella se acostaba a dormir y no despertaba hasta el día siguiente. Al principio sentía que la forma en la que él la colmaba era tal que perdía interés por cualquier otra cosa del mundo. La sensación de seguir habitada luego de que él partiera le duraba dos días consecutivos, su cuerpo se lo hacía saber, su huella estaba ahí, su savia, su potencia. Un día entendió también que no soportaba la realidad que vivía. A esa altura, la forma en la que se relacionaban era tan poderosa que ese formato acotado de una tarde por semana más allá de la intensidad y la belleza le cercenaban la posibilidad de crecimiento y si algo la definía, era que ella iba por caminos, no como él, que transitaba laberintos. Se lo planteó una tarde en la que habían terminado juntos un trabajo del que se sentían sumamente orgullosos. No le pidió que se separara, no. Le dijo cómo se sentía y que creía que debía tomar alguna decisión al respecto porque si algo no iba a hacer era pedirle que fuera otro. Eso era lo que Juan le contaba que buscaba en su mujer y a Tania le parecía una locura absoluta, un despropósito. La transformación del ser es lo que acontece frente a la herida que abre arribar a la verdad sobre uno mismo, nunca sobreviene ante el pedido de otro que no está satisfecho con lo que somos, una estupidez extendida cual peste entre las relaciones que Tania había aprendido muy pronto.

Luego de esa tarde aconteció que estuvieron varios meses sin la posibilidad de encontrarse, había quedado tácita y pendiente la decisión. Juan se desesperó. Comenzó a llamarla a diario, a veces más de una vez, charlaban con la fluidez de siempre durante una hora cada día en la que él se quedaba en el auto a cuadras de su casa para tal fin, le expresaba su amor de mil maneras que brotaban sin pausa y con una creatividad sorprendente incluso para sí mismo, palabras eternas, tejidas en el miedo de la posible pérdida que siempre encarna la llegada a la conciencia de un valor. Le confesó que nunca había sentido algo parecido, que ella era lo mejor que le había pasado y Tania le correspondió la confesión. Le escribía constantemente, le mostraba sus trabajos y los comentaban, se influían mutuamente, se enviaban por escrito cada amanecer escenas del sueño de estar juntos, ella las abría en la cama apenas despertaba. Durante la tarde Tania le escribía alguna parte de un libro que leía, algunas veces al finalizar el día, se deseaban las buenas noches, se compartieron como nunca antes, saltaron la distancia física, inventaron infinitas maneras de tocarse lo cual selló su relación de un modo incontestable. Juan le hablaba de su inminente separación. Decía que quería vivir de otro modo. Quería hacerse eco de su deseo que había postergado tantos años por confundirlo con la demanda de los otros, era un esclavo de esas demandas, una de esas personas amables, predispuestas a todo pedido, condescendiente, amabilidad que le costaba su propio yo, que hundía su ser en una profundidad insondable. Decía que mientras él hacía que todo funcionara se iba muriendo por dentro. Le contaba lo que pasaba con su mujer, las conversaciones. Hubo silencios también durante esos meses. Un día lograron encontrarse e hicieron el amor con la desesperación propia de haber permanecido separados tanto tiempo, conversaron poco, el tiempo apremiaba, él apenas había podido escaparse, estaba preso literalmente, atormentado, trabajaba como un loco, producía sin pausa. Le contó que averiguó sobre un posible lugar para mudarse, se hicieron los regalos de cumpleaños que habían atravesado separados, él le había hecho una pequeña escultura de ella, la tenía en su mesa de trabajo, dijo que hacerla había sido como tenerla y poder acariciarla. Se separaron con una excitación nueva, divertidos, llenos de adrenalina, él permitió que lo besara en plena calle en un barrio en que lo conocían, algo que nunca había sucedido. Tania no pudo arrancar el auto de la emoción, se armó un cigarrillo y sentada en la vereda buscó la calma hasta que pudo salir. Volvieron a verse sólo una vez antes de que Juan se mudara, un paseo en auto, la llevó a conocer su entorno, ella nunca supo siquiera dónde vivía, le mostró un lugar en el que anhelaba vivir y trabajar, un galpón cerca de la vía rodeado de árboles. Había accedido a la posibilidad de conocer y expresar sus deseos poco a poco. Ella no salía de su asombro.

Cuanto más se acercaba el momento de mudarse, más distancia le ponía, Tania no entendía pero creía, obediente a su pedido,  en su promesa y esperaba paciente. Cada tanto él le escribía y le contaba los pasos previos al día D cual si fuera un combate. Era una especie de cotejo, quería saber si ella seguía en espera, así, recibía las certezas que pedía, Tania se volvió incondicional a pesar del miedo de saber que a lo incondicional nadie lo cuida porque no es necesario, pero entendió que él necesitaba eso, de hecho una vez, se lo había pedido entre lágrimas. Estaban en casa de Tania, habían fumado marihuana, charlaron mucho, y luego hicieron el amor con la piel en el nivel de sensibilidad en que los dejó la hierba y la conmoción de haberse acercado con una conversación profunda sobre lo que sentían. Los ojos cerrados, transcurrió todo lentamente, disfrutaron cada segundo, cada roce, la temperatura, la suavidad, la fluidez de movimientos conjuntos, las manos envueltas en los cabellos, cierta desesperación proveniente de la tragedia en la que se veían envueltos. Terminaron exhaustos, se quedaron abrazados largamente en silencio, él, por primera vez casi se quedó dormido, ella escuchó cómo su respiración se calmaba, se abrazaban de cuerpo entero, brazos y piernas, una madeja que producía calor. Comenzaron a hablar de a poco, él rompió de pronto a llorar y dijo: –lo único que necesito es que estés. Eso hizo Tania.

Varios días luego de su mudanza le escribió, le habló de la dificultad en la que se hallaba. Estaba devastado. Ya habían conversado sobre el dolor que encarna la libertad, sobre la crisis de identidad que significa una separación. Parecía no poder con eso, ni con la soledad, y lejos de querer refugiarse en ella le ponía distancia, por eso Tania no se animó a hablarle de vivir juntos, no era algo que estaba en sus planes, prefería que los pasos fueran deviniendo solos, pero si la soledad le era insoportable, ella hubiera abrazado la idea de invitarlo a convivir complacida. –No sé volar, decía, o me olvidé cómo era. Lo poético de sus mensajes se había ahondado con el tiempo, se comunicaban en un nivel de poesía permanente, un formato de pensamiento sobre el mundo con el que él estaba tan estremecido que había comenzado a compartir con sus hijas, inmortalizaba su vínculo con Tania de algún modo. Ella tenía tatuada una frase que dijo él una vez, se trataban de usted, tratarse de usted en la intimidad es la puerta a una intimidad superior. –Usted es poesía en tiempo real. Se vieron algunas veces mientras él vivía solo. La intensidad se acrecentaba. La entrega de sus almas en los encuentros los conmovía sin excepción. Pasó lo que tantas veces desearon, durmieron juntos una noche luego de amarse como si fuera la última vez, de estremecerse hasta hacer brotar lo último que les quedara de sí mismos para dar. Tania no pudo dormir de la adrenalina que significaba su cuerpo cálido junto a ella, su piel suave, su aroma, la excitación del deseo cumplido, deseaba estar consciente, no perder un segundo del paso del tiempo, Juan tampoco durmió, al amanecer dijo que pensó toda la noche si decidirse a vivir lo que tenían o volver a su vida de siempre, se escuchaba un tren a lo lejos y el despertar de los pájaros, había tristeza en el aire de la insipiente mañana.

Fue la última vez que se vieron. Él le pidió que lo dejara solo para decidir. Tomaron mucho café, ella tenía que manejar una hora para volver sin haber dormido, se abrazaban sin palabras, se prolongaban en los abrazos. Finalmente Juan, como tantas veces hacía con su infinita ternura, agarró su cara con ambas manos, la besó y le dijo: -Cuidate, ella respondió: -vos también, hizo una pausa y agregó, -se puede vivir y ser amado. Tania no percibió el aire de despedida de la escena. Se subió al auto y se fue, le llevó más de una hora llegar, era temprano y el tráfico de trabajo la descolocó. No entendía el mundo. Ni los autos, ni la ruta, ni el cielo, ni los árboles del camino, nada parecía notar la tragedia que sucedía. Llegó y se desnudó, se cobijó en sus sábanas y escribió la emoción del encuentro, la desazón del vacío, la incomprensión y la necesidad de vivir en el sueño, de no volver a abrir los ojos nunca más. Al tiempo le envió por escrito algunos pensamientos que tuvo y hablaron por teléfono, Juan le contó que acababa de develar sus infidelidades, que aún necesitaba tiempo. Tania siguió en espera, lo sintió batallar el laberinto, tirar abajo el decorado que había sido su vida hasta entonces, lo vio épico, se enorgulleció y encontró en ese orgullo la fuerza que la voluntad no le proporcionaba para aún aguardar, habían pasado siete meses de que le planteara su intención de apartarse y ahí seguía, decidida a creer en su promesa, a apostar, entendió que más allá de toda dificultad, el amor y el deseo de ese hombre eran inmensos y que la relación que habían construido tenía un valor no mensurable. Lo había soñado mucho antes de vivirlo y ahí estaba, había que dar todo, lo hizo.

Algo ensució por unos días la belleza. Hay seres que viven en el desdén, que sólo conocen de relaciones de poder, cuando no hay amor, y hay muy poco en verdad, sólo quedan vínculos de poder. Mucho habían conversado sobre su mujer y comprendieron juntos que era alguien impedido de amar, que manipulaba a destajo, tanto a Juan como a sus hijos, que sus actos de amor eran eso, actos, actuaciones, parte del decorado que habían formado juntos, que la victimización que hacía de sí misma tenía a toda la familia en vilo, que siempre daba pena y que por lo tanto, todos hacían su voluntad, incluido Juan, sobre todo él. Una noche, su mujer decidió que Tania debía enterarse que ella sabía todo y que no le importaba para nada, que había triunfado, que Juan había vuelto a su casa. Se lo comunicó de un modo muy sutil aunque contundente, con su tan conocida ironía altiva. Algo como un ‘perdiste’ que Tania sintió que los manchaba, había puesto la historia en términos de contienda, una interpretación monstruosa y por completo errónea de la verdad. Ella, que había tenido experiencia con la manipulación, herramienta por antonomasia de la depresión, de la falta de amor propio, se asustó, estuvo dos días fuera de sí, sin poder conversarlo con Juan por respeto a su silencio y sin saber cómo sentirse al respecto se preguntaba si debía actuar. Decidió que no, que siempre a un manipulador se le debe responder con distancia e indiferencia más allá de que sus actos nunca nos resulten indiferentes ya que son actos pensados maquiavélicamente, dirigidos en forma expresa a hacernos reaccionar, lo cual nos expone irremediablemente al peligro de sus temibles devoluciones. La indiferencia en la depresión es capaz de parir un nivel de falta de escrúpulos que deja atónito a cualquiera que tenga un gramo de conciencia, por lo tanto uno tiende a negar lo que ve, las mentes conscientes no resisten la idea de tal ausencia de miramientos, la niegan. No tienen ley, sólo su capricho los guía, aunque resultan confusos ya que sus discursos suelen estar cargados de enunciados normativos sobre qué está mal o bien hacer, sobre quién es mejor que quién, una trampa inevitable. Tania consiguió el temple necesario y luego de batallar cuarenta y ocho angustiosas horas en soledad vio que la mancha había desaparecido, que nunca su amor podía ser tocado, que no había nada más bello e inmaculado y hasta eterno en ese amor, incluso aunque no prosperara, incluso si Juan dormía otra vez en esa cama en la que manifestaba no querer dormir, de hecho decía no poder dormir.

Desde el último encuentro había pasado un mes en el que algunos amigos en común comenzaron a preguntarle si sabía algo de él, no atendía el teléfono, no respondía mensajes. En realidad había dado de baja su número telefónico, tendría otro que ella no conoció, contrario a lo que reza la canción de Puebla sobre el Che, no le puso un cerco a la muerte, sino a la vida, decía estar fascinado con ser invisible pero que dolía, ella pensó que seguramente dolía porque había conocido el gusto de la vida, ya nunca iba a ser como fue, no iba a ser igual de fácil como  antes hacer el muerto. Una noche Tania, luego de mil mensajes escritos en borrador, le envió uno en el que le dijo que iba a ir a verlo y que si él no deseaba el encuentro no tenía más que ausentarse, que ella iba a entender eso como una ruptura y que ya no iba a intentar más nada, no soportaba más la incertidumbre ni el tiempo detenido, no deseaba acompañarlo en la muerte. En el mismo instante recibió un correo, se escribieron ambos a la vez luego de un mes, correo en el que expresó muchas cosas bellas sobre ella y una vez más había una descripción laberíntica sobre sus sentimientos. Le contó que volvió a su casa y que se dio cuenta que todas las promesas de amor de su mujer mientras estuvieron separados no se sostenían, que finalmente se dio cuenta, que pasaban del amor al odio en segundos, Tania notó su confusión en la palabra amor. Dejó entrever que volvió a abandonarla pero que aún pensaba que podría volver. El Laberinto del Fauno parecía más fácil de resolver que el de Juan. Tania siempre le decía que la salida era por arriba, una cita de Marechal que le gustaba, que no había que entender, había que sentir simplemente, y saltar y aguantar el vértigo y el vacío y la angustia de la libertad de elegir, que la razón confunde, el cuerpo nunca. Así era ella, así caminaba desde que diera el paso que la subió al tren que la sacó del pueblo. Por eso le confirmó que iba a ir de todos modos. Necesitaba decidir, dejar de esperar, ahí fue cuando Juan le respondió lo de que estaba de un amigo. Y pidió disculpas. Tania no creyó lo del amigo y pensó que aún no estaba listo para verla, no comprendió lo de volver a casa como volver con su mujer, lo entendió como volver a dónde vivía solo. Por eso fue de todos modos y le avisó que lo haría y que no importaba si él no estaba, ella tenía que decidir de cuerpo presente. Estaba confundida, no había nada que decidir, ya había decidido él y se sentía tan mal con la decisión que pidió disculpas.

Cuando se acercaba el momento de ir el vértigo comenzó a crecer. Se compró zapatillas y ropa interior nuevas, se bañó, se recostó a relajarse un rato, eligió un vestido que cada vez que se ponía Juan le decía que estaba hermosa, se perfumó, se pintó una línea negra dentro de los ojos, eligió los aros, compró dos copas para llevarle de regalo por el aniversario y llevaba dos tacitas de cerámica de colores con el nombre de una canción que los representaba, se subió al auto y manejó una hora. Durante el viaje le aparecieron imágenes posibles del encuentro o desencuentro. La primera era que el auto no estaba y que ella se sentaba en la escalera a esperar, decidió que lo esperaría una hora como máximo. Luego que no lo encontraba y que le dejaba el regalo a la familia que le alquilaba para que se lo dieran cuando lo vieran. O que estaba y se abrazaban y volvían a la nube mágica que sabían crear cada vez y las pieles eclosionaban en el éxtasis habitual, lo mismo que la conversación, la complicidad y la risa. También pensó que tal vez su familia se enteraba que ella iba y la esperaban en la puerta para echarla y maltratarla, le dio risa, pensó que la incertidumbre enloquecía sin dudas. Se imaginó también el lugar vacío y la certeza de que había vuelto con su mujer. Ella ya se había ocupado de informarla aunque Tania decidiera no creerlo. Imaginaba todo mientras escuchaba música e intentaba volver, por superstición y deseo, una y otra vez a la imagen del abrazo.

Cuando llegó, la noche había empezado a caer, la humedad del rocío se sentía en el lugar arbolado, no había ningún auto, ni el de él ni los de la familia que le alquilaba el lugar, la calle desierta. Se bajó, subió la escalera caracol y al llegar arriba, sintió en la cabeza una fina telaraña que le hizo pensar que la escalera no había sido usada, al menos por un día, miró por la puerta y la ventana vidriadas hacia dentro y con la escasa luz vio otra disposición de los muebles y diferentes objetos que no eran de él. Recordó que el hijo de la dueña volvía ese mes de un viaje y quería usar el espacio para sí mismo. Bajó, se sentó en el auto y se quedó paralizada, esperó que la noche terminara de caer, había luz en el cielo aún, aunque poca, no pudo estar más de media hora porque los autos de la de casa comenzaron a ir y venir y no deseaba tener ningún problema ni provocar escándalo alguno. Se fue despacio, pensó que si era verdad lo de la casa del amigo podía aún presentarse para hablar frente a frente, si no era verdad, entonces estaba preso nuevamente como solía decir. La tristeza la invadió con el correr de los kilómetros tanto como una inmensa paz. Haber estado en el lugar y ver que sus objetos ya no estaban era una certeza contundente y necesaria. Celebró haber ido. Y aun cuando al día siguiente comprendió su mensaje, en el que él le decía que había decidido volver a su casa, celebró incluso no haberlo comprendido porque se habría perdido la perfección que fue estar con el cuerpo ante la presencia de su ausencia, algo que a la distancia se evanece y que en los lugares que se habitan es palpable. Pensó que si pudiera, a pesar de no haber comprendido, le habría agradecido de todos modos el valor de haberle comunicado su decisión, ella pensaba que no iba a poder, que siempre la iba a llenar de incertidumbre. La belleza de lo que eran se mezclaba con la tristeza del vacío. Tania pensaba sobre él mucho mejor que él sobre sí mismo. Le resultaba un hermoso ser que había logrado de a poco y con dificultad conocer y acercarse a su deseo de amar y ser amado, de desear y sentirse deseado y que cuando finalmente tuvo la posibilidad ante sí, no pudo; aunque quiso, eso no se le escapaba. Pidió disculpas por no poder. Quiso. Lo intentó. Como tampoco pudo decirle frente a sus ojos la decisión que había tomado, se quedó tras el cerco, envió un mensaje, no habría podido seguramente sino lo habría hecho pensaba. Por eso Tania no respondió el mensaje burlón de su mujer que hacía gala del triunfo de tener a su lado a un hombre que iba a ser para siempre la consecuencia de haber querido apostar al amor y al deseo y no haber podido, no compartía esa idea de triunfo, al contrario, desde su mirada del mundo le parecía una contundente y definitiva derrota, y si lo pensaba en términos de legado a su descendencia le corría un escalofrío, algo por completo indeseable. El poder es siempre poder y quiere sólo poder, es vacío de todo lo demás. El amor es un poder compartido, algo que nunca podría alcanzar su velado entendimiento. Ellos lo sabían, eran cómplices indiscutidos de tal saber, en su disculpa, él expresaba esa sabiduría.

Tania quedó agotada, el cansancio mental de ese tiempo inmenso de incertidumbre había terminado, lo sintió en el cuerpo, llegó como una suave ola de agua tibia que relaja, se desnudó y acostó, se sintió bella a pesar de la inmensa tristeza, a pesar de la angustia de la pérdida irremediable sentía contento de sí, nada que reprocharse ni que reprocharle, palpaba de un modo tan cabal haber amado con plenitud y haber sido amada del mismo modo que lentamente y casi sin querer comenzó a masturbarse con la misma rebosante sensación del día que llegara del pueblo a Buenos Aires, aunque esta vez dejó llegar las infinitas imágenes sobre ambos que se le presentaban en un continuo imparable, al punto que cuando llegó al orgasmo creyó incluso percibir su embriagador aroma y la temperatura de su piel. La libertad no es para cualquiera, duele todos los días pensó, vivir en el naufragio de la propia verdad angustia, ella lo sabía, lo enfrentaba a diario, pero a la vez el valor de sostener la angustia y caminar encarna tal belleza que excita, inyecta vida. Se durmió sin sueños y sin pausa hasta el canto de los zorzales en la madrugada, momento en el que él solía despertarla en la distancia, cuando ya no aguantaba esa cama y se levantaba para poder estar a solas un rato en el silencio de la casa. Abrió los ojos para ver el comienzo de la mañana, entraba una brisa fresca y húmeda por la ventana apenas entreabierta, se escuchaban los pájaros a lo lejos, lo imaginó triste y solo en su laberinto, supo que él también la pensaba, que siempre iba a pensarla, que nunca iba a dejar de amarla.

A J. con profunda gratitud.

Comentarios

  1. Al leer esta historia de amor, me viene a la cabeza una oración que dice " quien no se mueve no siente el ruido de sus cadenas" más menos palabras..
    Pero es inmensamente más triste y solitario haberlas escuchado y sentir el peso de ellas; sabiendo que aquel movimiento impensado quizás podría haber logrado tocar con la punta del dedo aquello que nos haría vivir...
    Las batallas de aquellas personas...y sus declaraciones de victoria no hacen más que demostrar que los trofeos quedan en un estante, dejando solo una cadena prendiendo a un Ser vacío. No creo que a eso se le pueda llamar victoria.
    Juan y Tania siempre estarán tocando con el dedo el lado más hermoso del amor.

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    1. Ay Eli qué linda! Gracias por tu lectura y devolución. Te quiero.

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