Frente al Cementerio

 

EL ESQUIVO

¿Por qué, por qué buscar si nada existe

que no tenga los sellos de lo vano

y la triple coraza de lo esquivo;

 

por qué, alma mía, erraste dulce y triste,

queriendo hacer humano lo inhumano,

queriendo ver la vida en lo no vivo?

 

Julio Cortázar

 

Comenzaba el otoño y caminaba con rumbo definido a paso firme aunque no tenía la menor idea de hacia dónde se dirigía. La mente a kilómetros de su cuerpo obediente a un sinfín de rituales aprendidos de memoria que dictaban el hacer diario, una constante de resultado aterrador.  Lo dejaba a merced de una soledad despiadada aunque conocida, de algún modo plácida. Se sabía a sí mismo, un espejo construido sin grietas. Sabía exactamente qué hacer para encontrarse a última hora de cada día con la tarea cumplida. Días eternos transcurridos sin fisuras. Un parecer, desplegado a la perfección, nunca ser. La distancia a la que dejaba vagar su mente le permitía el prodigio de verse sin pensar. Entregarse al juego de ser simplemente una imagen en el derrotero constante de imágenes que es la mente de un pintor. Un juego macabro de no ponerse en duda sí y sólo sí la imagen prevalezca. Sí y sólo sí. En el caso de que algo o alguien le arrebataran por un instante la imagen de sí mismo que lo protegía, como fue una vez con ella, o como con lo de su hermano, cuando todo empezó, aparecía la duda. Si no, el actor elegía las palabras, desde dónde emitirlas, el tono, el movimiento físico que las acompañaba, calculaba el efecto que producían, reculaba, recomenzaba, en fin, un papel desplegado con una convicción tal que lograba por largas temporadas volverse su verdad. El otoño comenzaba, el sol aún caliente, una brisa fresca. Era un buen día, el yo guardado bajo llave en la bóveda, los rituales serían ejecutados sin titubeos, el puerto de llegada el esperado. Todo en orden.

De pronto se detuvo. Lo interrumpió un perfume amargo que cada tanto aparecía, un sonido distante. Surgían sórdidos desde la profundidad del cuerpo. Eran eternos, solían sobreponerse a los cerrojos y aparecían recurrentes, empecinados. Presentes como un muerto incómodo en forma de pregunta, de vacío. Un escurrirse entre las manos la arena, un humo blanco en la libertad del campo, un motor encendido que no pertenecía a ninguna máquina. Se sintió cansado, miró en derredor y respiró consciente. Lo combatía desde que tenía memoria. Lo apagaría a golpes, a veces lo intentaba aunque no funcionaba. Subirse al auto, darle arranque, quedarse ahí, mirar un nunca horizonte, preguntarse y caer en la cuenta. Estuvo siempre prendido. No para arrancar. Sacudió la cabeza para espantar los fantasmas y siguió caminando como a diario. Incorporaba cada detalle del paisaje circundante, práctica que lo mantenía firmemente ocupado en la producción y acopio incesante de imágenes, lo que era decodificado como emoción intensa que cubría cual manto suave la falta, desaparecía lo insondable, se robaba la pregunta, llenaba el vacío. El viento movía briznas de pasto y ramas de pinos, hacía hablar a las hojas, arrastraba un aroma melancólico, los pájaros traían y llevaban nubes, sus trinos sonaban lejos. El brillo del sol se perdía en el revés de las copas de los álamos, el inquietante crepúsculo lo envolvía. Con los ojos entrecerrados veía la cerca, el perro en la tranquera, un viejo auto abandonado a la vera de la ruta, el alargamiento de las sombras que lo alcanzaba. Firmemente emocionado fijaba cada detalle, evadía la pregunta que a veces se colaba saltando su modo de aferrarse a la capacidad primordial que posee el sinsentido de proveer eternidad, su arma más diestra. -¿Cuánto más voy a vivir?

Mientras caminaba hizo la cuenta en la que incluso calculó la esperanza de vida media de su familia. -Bueno, me quedarán unos veinte años concluyó, quitándose casi diez años posibles de vida. Cuando el paisaje volvió a abordarlo miró el entorno y se sobresaltó. Estaba frente al cementerio. La muerte otra vez, pastor de rebaño maldito, lo tenía cercado desde chico.

Cuando la felicidad no era algo que podía ponerse en duda, su hermano nació enfermo y durante catorce años sin tregua había intentado que eso no fuera cierto. Lo subía a la bicicleta y lo llevaba a todas partes con él, le transmitía física y verbalmente la intensidad que podía tener la vida para que no se le ocurriera abandonarla, práctica que luego repetiría hasta el cansancio ante cualquier otro que tuviera una idea surcada por el vacío. El amargo final estaba marcado a fuego en la mirada de sus padres. Desesperado por burlar la tragedia cada hálito era para combatirla. No pudo ser. La vida nunca es todo lo justa que hace falta y decidió arrebatarle el único par sobre la tierra que tenía. En ese preciso instante empezó el juego. Lo abordó el sinsentido y se quedó para siempre, perdió el respeto por todo, incluido él, sobre todo él, que se habría ido en su lugar para no tener que volver a mirar a sus padres a los ojos, ni a sí mismo en el espejo, ni a una mujer que engendrara un día, irse, eso hizo de algún modo, dejó que la vida fluyera en derredor tocándola a penas, mojando sólo las yemas de sus dedos en el devenir.

El día iba a terminar como debía y nada lograba hacer para darle un sentido más allá de los rituales cotidianos, a veces lo buscaba a tientas, sólo a veces. En verdad tenía la capacidad de manejarlo, de alejarlo, de esconderlo, de matarlo a su antojo, de dejar sus manos secas. El sol bajaba en la línea de un horizonte que siempre le iba a ser ajeno y así debía ser. Se subió al auto. Fue al taller. Pintar funcionaba. No había escisión. Mente y cuerpo eran uno y el pincel, los colores, las telas, dejaban aparecer la comunión entre imagen y emoción. Sí. Funcionaba. Preparaba la paleta primero. La pensaba. Hacía aparecer como un mago el primer color en gran cantidad, la tela de un metro y medio por uno, de un blanco inmaculado apoyada sobre la mesa. Agarraba la espátula, la cargaba de pintura, tomaba el bastidor con la mano libre y se inclinaba sobre él. El primer movimiento llevaba al segundo y con su brazo en rítmico oleaje manchaba lo que, encubierto, era todo un relato impronunciable. A veces no alcanzaban las manchas, ni los dibujos, ni todos los colores que pudiera inventar y caligrafiaba la obra de modo que sólo él entendiera. Plasmar en un lenguaje sordo, ciego y mudo la tela, el único lugar que quizá, recibiría cual diáfana madre su alma rota. Un juego infinito. Sin preguntas. Sólo plenitud de movimientos, colores, valores, dibujos, máculas. Desaparecía todo lo demás. Vivir debía ser eso. O lo que pasó aquella vez con ella, que apareció un día y le arrancó el vacío sin permiso, lo bañó de sentido, lo dejó vibrando en la desnudez de la emoción inasible, le recordó quién era, qué quería, le apagaba el sonido y la presencia de la muerte a diario con palabras infinitas que le brotaban cual manantial inagotable. Se permitió la ilusión, un rato. No podía tenerla, a ella.  Lo abandonó, el anhelo. Lo hizo con el desapego del actor magnánimo que era, conjurado a llevarlo nuevamente al incesante derrotero diario de apariencia y eternidad, de rituales ejecutados con precisión de cirujano, sonrisas familiares, abrazos, el trabajo que conocía profundamente, los diálogos vacuos, en fin. Una vez más funcionaba. Ya había corrido el peligro una vez de enfrentar la muerte inabordable. Así se defendía. Otra vez no. Tomaba su lugar.

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