Un relato a medio deconstruir
Lo que no nos decimos
La obra de arte en Aristóteles,
es una catarsis (en
griego, purificación)
que redime.
Lo tenías que contar Sofía, a alguien se lo tenías
que decir, porque si no lo hacías, la ilusión se iba a quedar con vos como la
luz en la fuga de sus cuadros, quizá si lo contabas de algún modo le llegaba y lo
redimía en serio. Era casi una masacre, pero -es así- te dijiste-, el escritor
revela secretos, es eso lo que hace, devela aquello que nadie quiere saber o
escuchar de su propia vida. Menudo oficio. No pudiste contenerte, te arrastró
como un Zonda enfurecido pendiente abajo la certeza de que encontrar un secreto
propio e ignorado en una página podía resultar, te lo imaginaste en el asombro
del velo que se levanta de pronto como una niebla deshidratada por el sol de la
mañana que te muestra, te obliga a ver lo que, aunque podías oír, te era negado
en el paisaje. Le viste la cara, el
gesto demudado, la contorsión de los rasgos que iba en un in crescendo
imparable mientras el sonido se unía a la imposible imagen de las ignoradas cadenas
que arrastraba.
Lo hiciste
porque el fracaso no era un mundo que solías habitar en la quietud de mirar
complacida una lluvia tras la ventana, no, no hacías eso, el fracaso era un vendaval
que te impelía inevitable a la acción y si no fuera porque el tipo presentaba
un incesante callejón sin salida tal vez habrías podido devolverle lo que tenía
perdido desde siempre y quizá él se habría logrado mirar sin el desconcierto sobre
sí mismo que lo acompañaba, la emoción que te transmitía sin pausa, la que te
enloquecía, que emulaba el vacío de un precipicio del que siempre se está al
borde, en la contemplación pasiva que ama el vértigo cuyo eco susurra en
letanía una verdad pero teme la caída y se resguarda. Lo escribiste temblando
primero, letra por letra, consciente del peligro que encarna ponerse a desnudar
almas, hiciste una pausa de días entre “Se llamaba” y “Leo”, una vez que
elegiste con cuidado el nombre, ya no pudiste parar y vomitaste la historia con
infinito desprecio, aún afectada por la frustración que siempre era volver a
encontrar callejones sin salida, los odiabas, extraían de vos lo peor, la
impotencia frente a la glorificación imbécil de la muerte. Habías aprendido a
no permanecer en esas callejas sombrías, a salir rauda, no usabas ya ese
infinito poder que tenías de tomarle las manos a los que los construían. Esas
manos, las tuyas, en las que florecía cualquier cosa, incluso lo que no fuera
una semilla. Ellos se aferraban porque amaban tu libertad de entrar y salir de
sus ratoneras a gusto, pero cada vez que salías estabas empobrecida, el hálito
de vida que te envuelve, que te desborda, que te sobra en tal medida que te obliga
a regalarlo cada vez que te encontrás con vestigios de la afanosa e infatigable
muerte que viste de amable cobardía a los pusilánimes, se ensombrecía y había
que ponerse a reconstruirlo, lo hiciste tantas veces que te viste un día sentada
en el piso, rodeada por las paredes, mirando hacia la salida sin poder usarla, abatida
por el esfuerzo, tus manos vacías, el mundo rodando afuera, respiraste profundo
en un intento de conseguir fuerzas y te fuiste, entendiste que en verdad no habías
sido amada, que el amor en el callejón era amor a esos tres muros de piedra
granítica, que quienes los construían lo hacían para mirarlos hasta el fin, -la
dilatación por el calor, la contracción por el frío, nada más, mineral,
abiótico-, que la salida los asustaba, que vos eras el enlace con el exterior,
que sus tres muros los protegían del miedo a la vida, la que veían pasar por la
salida pero jamás franqueaban, un miedo idiota, infantil hasta el abuso, que
para vos era inconcebible, desquiciante. Por eso te quedabas, a invitar, eras
seducción pura, desafiabas a la muerte misma.
A pesar de lo aprendido solías encontrarte con la
paradoja de atraerlos como se atraen los polos por ser lo que son, opuestos en
tensión permanente y lo sabías, circulaba por doquier la idea vampirismo emocional, palabras salidas
de una Era de individualismo acérrimo que aborrecías, no te identificabas en
modo alguno con la infinita batería de conceptos cerrados que la Era vomitaba
sin descanso, verdades de mampostería, cancelada su profundidad, verdades en la
góndola del supermercado de palabras, tan pobre, tan pobres, palabras para
repetir sin entender, palabras que no nos tocan el cuerpo, aunque éstas te
habían atravesado Sofía, vos sola sabías toda la sangre que habías perdido en
esas infinitas batallas a las que te exponías por el irrenunciable amor extremo
a todo lo que está vivo. Te preguntaste si no eras vos, al final, la infantil.
Paraste. Esas farsas ya no te seducían, dejaste incluso de asomarte a observar,
en la posesión de un rechazo que a veces te resultaba exagerado, aunque
entendías que te defendía. Lo abrazabas. Leo había sido el último al que
estuviste asomada, te fuiste, pero ahí estás escribiendo su nombre enmascarado,
contando la historia en la ilusión de que alguien le acerque las páginas a su
presidio, y tal vez…. Te dijiste que no tenías remedio, que escribir esto te va
a costar sangre también. Lo hiciste igual.
Se
llamaba Leo, cuando lo conocí hacía un tiempo que había comenzado a pintar,
decía que nada lo relajaba como eso. En sus pinturas la fuga aparecía casi invariablemente,
personas de espaldas al espectador daban un paso hacia ese infinito siempre
brillante, luminoso, tan inasible como ineludible. Aquello que no conocía lo
llamaba mientras él permanecía fuera, pincel en mano en control de la escena
que ponía invariable ante sus ojos la pregunta prohibida o quizá negada, en
todo caso impronunciable.
Cuando
decidía qué pintar, elegía alguna imagen para copiar y a veces para recrear.
Entre otras cosas pintaba rutas, calles y caminos, ciudades brumosas con
personas desdibujadas, perdidas de sí mismas y de los demás. De chico tenía un
libro de fotografías lleno de caminos con unos colores que lo fascinaban, no recordaba
tanto las imágenes como la sensación que le provocaban entonces. Subyugado el
niño, libro en mano, miraba una foto tras otra y volvía a comenzar en
despliegue del gusto infantil por la repetición que con encarnizada
displicencia la edad nos suele arrebatar. El libro se había perdido.
Escucharlo te resultó estremecedor, viste
claramente cómo se erotizaba pleno de melancolía, como bajaba el tono de voz y
elegía muy despacio cada palabra, escrutabas sus gestos suaves con las manos ubicadas
como si el libro estuviera entre ellas, al final te dirigió la mirada y viste
en ella, clara y transparente como el líquido cielo de un día de otoño soleado,
la sorpresa de haberse abierto en lo más íntimo, la pregunta en sus ojos y en
el infinito silencio que hizo. Observabas implacable cómo bajó la vista a sus
manos, las palmas hacia arriba con el libro ausente y cómo negó para sí con un
suave gesto de su cabeza. Arriesgaste una hipótesis, esa capacidad tuya de leer las pinturas como si fueran
porciones clarísimas del inconsciente reveladas en la tela, se extiende a las
personas, la inclemente observación de gestos, discursos, tonos en la voz, todo
te hablaba de ese otro que nos habita, el que permanece oculto de nosotros
mismos. Tu escucha nunca se limita a las palabras, ves en el relato así como en las pinturas. Pensaste un poco y te decidiste
a decirle apenas algo de todo aquello, te dijiste que debías contenerte, a
veces podías ser muy cruda.
Le
revelé que tal vez sus pinturas fueran una búsqueda de esa emoción perdida, no
le dije cuál, me pareció demasiado. Sus cuadros emanaban una melancolía insoslayable,
incluso la transmitían algunos que podrían haberse visto alegres gracias a colores
puros y brillantes. Aquella añoranza plácida de lo distante, de lo inasible,
del deseo perdido, o tal vez prohibido, el precipicio.
Pasaba que Leo tenía un profesor de pintura que
había sido tu amante Sofía, tu último callejón. Uno en el que entraste incauta,
eligiendo un disfrute que se volvió, una vez más, padecimiento. Las paredes te
aparecieron más rápido esa vez, quisiste salir presurosa pero no te dejó, se
aferró a tus manos en una desesperación que una vez más confundiste con amor,
lo hizo hasta que pudo construir una piecita con ventana en lo alto de la pared
para escabullirse cada tanto, la misma prisión con una vista, nada más, lo
advertiste de su propósito pero permaneció sordo a tus palabras, aferrado a sus
muros de piedra volcánica petrificada, a lo que conocía y controlaba a su
antojo, cuando terminó de construir la habitación y pudo mirar por la ventana y
sentir a penas un poco más de oxígeno del que solía respirar abajo te soltó. Quedaste
herida de muerte, la que era él. Reconstruiste tus pedazos nuevamente, tu amor,
tu infinito, eterno, inagotable amor a fuerza de riego y espera.
….a decir verdad, no era un buen profesor,
sus alumnos terminaban invariablemente pintando como él, intervenía los
cuadros, sugería los colores que eran mayormente de una paleta estridente,
pura, de superposición azarosa, sin trabajo previo. Era un pintor aficionado,
sin formación, aunque experimentado y buen dibujante que tenía muchos cuadros
bien logrados. En general sus telas no buscaban comunicar, había decidido
desarrollar una estética en la que apuntaba a vender. Así como su alumno,
elegía imágenes que le gustaban y las reproducía o recreaba y también imprimía
diferentes estilos a obras copiadas de otras épocas. Sus mejores dos años como
pintor habían sido los años en que, -así me llamaba-, fui su musa, me
consultaba sobre todo lo que iba haciendo incluso con las pinturas en pleno
proceso y también plasmaba en telas ideas que le compartía, lo interpelé a que comunicara,
que aprovechara conceptualmente su capacidad técnica y durante esos años su
arte se modificó ostensiblemente. Luego rompimos, él dejó primero de pintar y cuando
retomó, de comunicar, y eso era también lo que enseñaba. Las pinturas de sus
alumnos reflejaban a las claras que no entregaba los recursos que tenía en pos
del crecimiento del estilo individual de cada uno sino que resultaba de una
aplastante influencia. Leo era víctima de eso aunque no lo veía, lo admiraba,
hablaba de él extasiado y a la vez compungido, se habían hecho muy amigos y ver
la depresión en la que había caído su amigo luego de nuestra ruptura lo
angustiaba. No quería que le pasara lo mismo. La depresión le daba miedo, se
defendía a través de una manía que lo agotaba. Se llenaba de actividades y luego
se veía frente a la imposibilidad de parar, de descansar, no se permitía el
vacío aunque era plenamente consciente de ello.
En
las clases, su profesor, que era muy reservado, había comenzado a abrirse y contó
con tiento todo lo que habíamos atravesado. Era un relato de amor profundo y
admiración, lo que poco a poco llenó a Leo de una curiosidad tal que lo depositó
en el deseo, o quizás también, o exclusivamente, en la sed de venganza.
Él te culpaba del estado anímico de su profesor,
te lo decía sin escrúpulos, sabía que había sido él mismo el que decidió
terminar la relación aterrado frente a la constatación insoslayable de la
existencia del amor fuiste para él. Enloquecías cuando lo escuchabas
manifestarse inadvertido en su conciencia casi exactamente como Borges en aquel
mítico poema El Amenazado, se lo regalaste en un intento de que se viera y
recapacitara en la locura de temer a lo único que está bien abrazar. Llegaste a
gritarle, -no lo hacías nunca-, en la impotencia de escuchar hablar a la
muerte. No hubo caso, perdiste la batalla, la sangre espesa corría por el piso,
intimidado por un sentimiento que lo desbordaba, huyó resbalando en el río
vital que lo acobardaba, se amarró a la orilla, y vos en medio de la corriente,
impasible en tu capacidad de navegar, observabas la desgracia repetirse.
Había
que poder escuchar ese relato paradójico y difícil de aceptar pero
conmiserarse, aunque eso hacía Leo infinitamente conmovido. Una tarde
inesperada el profesor le allanó el camino sin saberlo, le propuso que me
contactara para recibir un análisis de su obra. Arguyó que no conocía a nadie
más que pudiera hacer una crítica constructiva, que pudiera comunicar una
verdad sin herir sino abriendo un camino de crecimiento y transformación. Leo me
convocó a mirar sus pinturas virtualmente y comentarlas.
El tipo a Sofía le gustaba aunque estaba casi segura
que a él le gustaban los varones, la feminidad de algunos varones la atraía, sabía
que ese costado femenino solía traer aparejado un costado viril absurdamente
fortalecido para sostener una pretendida heterosexualidad, lo que podía
resultar incómodo, pero sabía sortear en cierta medida la inconveniencia, exacerbaba
la feminidad de esos varones en conflicto, los hacía sentir seguros con ello, se
divertía, se erotizaba.
Quise
sacarme la duda, así que me las ingenié para encontrarme frente a las pinturas
personalmente, en la intimidad de su casa arguyendo que virtualmente no me iba
a ser posible el análisis. Era bello, lo sabía, alto, largas las piernas, el torso
y los brazos, moreno, de gruesos labios, su cabellera oscura, abundante. Voz
suave, de hablar pausado, la sonrisa afectada de una timidez femenina. Como sus
gestos. Le gustaba hablar, su discurso abundaba de frases cuya ternura me sorprendía
-estaba feliz, -me
encantaba, -¡ay!… sí, me fascina, o -¡qué
hermosas palabras!, las pronunciaba
nostálgico, se acomodaba el pelo, miraba para el costado, se mordía el labio
inferior. Había sido criado por un matrimonio proveniente de campo adentro que
migró a Buenos Aires cuando era chico, por tanto había recibido una educación
conservadora. Esa tarde estuvimos juntos varias horas, él se extendió sobre sí
mismo, me contó con desbordado orgullo que le decían “mamá Leo” por cómo se relacionaba con su hijo. Decía
incluso que no soportaba estar sin él, -¡ay no! lo extraño horrores, -¡no aguanto!, le ocurría cuando se iba de su madre.
Era
textil, tenía locales a la calle, trabajo que le otorgaba un muy buen pasar,
vivía en un barrio pudiente y apacible del conurbano bonaerense, su casa era
amplia, tenía un jardín con pileta, se apreciaba un particular buen gusto por
singulares objetos. En el living comedor tenía una vitrina con porcelanas
antiguas, una mesa baja grande con libros elegidos especialmente, juguetes
antiguos, de madera, de lata, a cuerda, cuadros con posters de películas
apoyados contra la pared a la altura del piso, dispuestos apenas en superposición
de sus molduras de variados colores y tamaños. En el baño, el marco del espejo,
el perchero para la toalla, la jabonera, el soporte del papel higiénico, eran
todos objetos notables. La totalidad era detalle. En el orden no había azar. Todos
y cada uno de los objetos emanaban singularidad. Su cama perfectamente tendida,
con dos almohadones violetas dispuestos en diagonal y en simetría. La
habitación tenía una ventana con vidrios repartidos que daban al patio
delantero, las plantas, todas bien cuidadas se mostraban a su través, unas
cortinas semi-abiertas dejaban pasar la luz externa. El aroma era límpido en
todas partes. La cocina ordenada, pulcra, brillante, los objetos guardados. La
casa había sido adquirida, pensada y decorada por él luego de su separación,
aunque daba la impresión de tener en verdad un estilo sumamente femenino hecho
con el tiempo de mirar en derredor y ver qué imagen obsequiar.
Cuando llegaste comenzó a disculparse avergonzado por
algunas hojas secas del patio delantero que no había tenido tiempo de barrer,
entraron por el taller mientras lo imaginabas con un delantal verde manzana en
la cintura, ojotas rosas, los pantalones arremangados, un pañuelo de colores
atado en la cabeza y los gruesos labios pintados de un rojo furioso, barría
distraído mientras miraba hacia la calle, tuviste que contener la risa, estabas
en tu juego, te divertías. Te extendiste en el análisis concentrada, atenta a
todo detalle como solías hacer, estuviste elocuente, te sentiste orgullosa,
constatabas una vez más tu capacidad de ver,
y de conmover.
Nos
quedamos en el taller la mayor parte del tiempo que, así como la habitación,
daba al patio delantero y las ventanas dejaban pasar la luz exterior entre las
hojas de las plantas. Leo asentía a todo lo que le decía –siii, es verdad… Exacerbé las virtudes de determinadas zonas de las pinturas y luego
marqué cómo eso mismo no aparecía en lugares en donde habría sido deseable que
apareciera. Nada pude extraerle sobré qué era lo que quería comunicar con sus
telas. Para él eran fotos que había elegido azarosamente, sólo por gusto
estético. Nos sentamos en una mesa larga de vidrio grueso en el living comedor
y sirvió agua, conversamos, los hijos, la filosofía, un poco sobre su profesor.
Llegó la hora de irme y Leo demostró con un cálido abrazo y muchas palabras su
agradecimiento al análisis de obra que ofrendé. Se sentía incómodo por el
regalo y quiso pagarme, a lo que me negué en una sorpresiva carcajada.
Ella quería volver a verlo, le gustaba su cuerpo y
su timidez, su feminidad. Mientras caminaba hacia el auto luego de la despedida
no pudo evitar declamar para sí misma en voz alta y entre risas – ¡sos re puto! ¡Me encanta! Los putos la calentaban. Ahí estaba otra
vez la paradoja de la travesía a ninguna parte pero el juego que sabía jugar la
convocaba, el poder. La abyecta farsa que usa todo mortal para sentirse bien en
su fuero interno, la valía sobre otro, la brutal mentira de mampostería que es
la ayuda, la conmiseración, la mano tendida, la caridad, vil máscara de la posibilidad
de dominio. Se había dicho a sí misma innumerables veces que todo poder corrompe,
por mínimo que sea, corrompe en su propia medida, que no debía someterse a su
canto de sirena, de todos modos jugar había sido tan habitual que cada tanto en
la inconciencia, accedía.
Pasó
un tiempo y luego de insistir un poco tuvimos un encuentro en un bar. Siempre que
nos escribíamos él se mostraba dispuesto al encuentro y encantado con los
intercambios pero no lograba concretar. Incluso había expresado lo bien que se
sintió estar juntos y el deseo de verme, pero era como en sus cuadros, un
camino solitario observado por una figura estática de espaldas, los ojos en la
fuga. En el bar se interesó en los detalles de cómo había sido mi relación con su
profesor, constataba las versiones, habló mucho también, nos hicimos preguntas íntimas
y las respondimos sin pudor, en confianza, nos tuvieron que echar porque no parábamos
de hablar y tenían que cerrar, entre las cosas que confesó esa noche, me contó
que en sus sesiones de análisis se aburría porque hacía muchos años que el
problema era el mismo y no lograba salir de él, que nunca hablaba de eso con
nadie, pero que se sentía a gusto conmigo para contarlo.
Tenías claro que la conciencia es tan
absolutamente sorda a nuestros discursos. Decías que develamos nuestro ser al
hablar aunque la posibilidad de oír lo que verdaderamente decimos nos es
arrebatada, lo obvio permanece oculto, no tenías dudas que somos el lenguaje
con el que nos manifestamos sin embargo no alcanzamos la capacidad de observarlo
del modo en que miraríamos el tornasol de nácar en una concha abierta cuya
ofrenda es la perla y permanecemos en él sin osar abrirla, perdidos en el
laberinto incomprensible de las líneas en la caparazón, aun cuando todas las flechas
apuntan hacia la salida, cuando todo nos invita a abrir el cofre del tesoro. Vos,
Sofía, coleccionabas perlas. El precio de poseer el tesoro era el mismo que
había sido desde tiempo inmemorial, eras como Ladón asediado por la
desconfianza que te susurró Hera sobre las Hespérides, custodiabas con cien
cabezas en cien idiomas el dorado tesoro y pagabas con soledad y avaricia.
Dormías entre las perlas como el dragón entre las manzanas doradas, te gustaba
mirarlas, las pulías para que su brillo te ilumine, te esperaba el firmamento,
tu morada, la constelación que te regalaría Hera por tu lealtad. Te olvidabas
Sofía, de lo que tanto te gustaba esgrimir ante quién quisiera escuchar, ese
segundo enemigo del conocimiento de uno mismo al que accediste venciendo al
miedo que era el primero. Te lo había enseñado tu lectura de Las enseñanzas de
Don Juan, desperdigabas incluso cada año el texto con los enemigos explicados
uno por uno, pero te olvidabas, te metías de cabeza cada vez, a abrir la
concha, a extraer la perla. La soledad era ya una costumbre que habías
aprendido a disfrutar. Aunque a veces tuvieras ganas de un cuerpo, de otro
cuerpo, pero al huerto alto en la colina, era difícil llegar.
El
problema recurrente de Leo era que no podía sostener en el tiempo sus
relaciones con las mujeres. Cuando lograban sentirse cómodas y se comenzaban a
acercar, él desarrollaba cierta fobia y necesitaba escapar, lo cual lo llenaba
de auto reproches, no creía que merecieran el desplante, pero no podía dejar de
abandonarlas. No deseaba que se instalaran en su casa, ni pensar en el futuro
con ellas, ni en tener más hijos, se aburría invariablemente, prefería quedarse
solo frente a una película que citarlas. Mientras lo escuchaba y pensaba que era
consciente de su belleza y se aprovechaba, él, tal y como si hubiera escuchado mi
pensamiento me dijo que no era así, que no jugaba al lindo, que nada que ver. Yo
lo observaba con detenimiento –su ropa era cara, nueva, impecable, sus
zapatillas de un blanco inmaculado- y asentía, me gustaba su suavidad, cada vez
tenía menos dudas de que le gustaban los varones, y allí mismo, luego del
relato, pensé que tal vez él no lo supiera. Me dije que también era posible que
lo supiera y luchara contra eso. Pero me parecía cada vez más evidente y no sólo
no me importaba, sino que me atraía, esperaba ver el momento de desnudarlo, del
todo.
Leo
tenía una banda de machotes del barrio que no lo conmovían, con los cuales se
juntaba por diversión, a tomar, comer asados, hablar de fútbol y vociferar. Entre
ellos se permitía expresar a voz de
cuello cierta misoginia naturalmente machista sin reparos y confortablemente,
aunque no le parecía bien hacerlo. Notaba en sus amigos algo cercano a la
animalidad que aceptaba enternecido como naturaleza de varón a pesar de los
discursos en contra que la época lo obligaba a contemplar. Se identificaba un
poco aunque no le gustara el extremo al que llegaban a veces en sus sentencias.
Tenía dos amigos muy especiales, uno su profesor, externo al grupo, más grande
que él, calmo, que se mostraba muy gentil, siempre dispuesto a hacer por los
demás, decía de él: –es
un dulce... Hablaba muy conmovido, con
una voz monocorde de tonos bajos, palabras alargadas, desviaba la mirada, se
palpaba el afecto profundo, la cercanía, la emoción que le producía. El otro,
había sido un compañero de la escuela muy extrovertido que solía burlarse de él,
someterlo y hacerle maldades de todo tipo, escultor, soldaba metales. Se habían
reencontrado hacía unos años, la sonrisa apareció amplia, iluminando su rostro
cuando dijo: -nunca más nos separamos.
Me estremecí, su relato era excelso, decía que le parecía un ser increíble y
cuando pronunciaba la palabra ser, alargaba la letra e con una dulzura infinita. Además opinaba que era un artista genial,
quién lo había convocado a participar en una muestra sobre El Principito. Se
puso manos a la obra de inmediato, lo pintó en el cielo, sobre el planeta, le
llevó casi seis meses, tenía una estética cercana al animé japonés y algo queer,
el principito dejaba pequeños al cielo, a las estrellas y a su mismo asteroide,
no sólo por los colores brillantes y el indiscutido primer plano sino también
por su tamaño, casi cuatro veces más grande que el astro, con las piernas en el
aire se apoyaba sobre él como en una silla. El día que vi ese cuadro entendí
que Leo estaba profundamente enamorado. No tuve dudas, la tela me habló sin mediar nada, el principito era el escultor.
Cuando Leo expuso El Principito, Sofía ya se había
adueñado de su perla. La había ido a buscar a su casa una noche. Él dudaba en
abordarla y ella pasiva, impoluta, en el despliegue magnánimo de su seducción a
distancia, a puro riego y espera como cuidaba la vida en su jardín, permanecía
en la observación de la conquista, la pasividad la encendía, mantenía el deseo
en la existencia, pulsión continua de vida, motor de motores, latido, prueba irrefutable
del Ser, un río de corriente imparable, se fanatizaba, no concretaba,
no accedía a su muerte a menos de no poder evitarlo y eso sólo ocurría si era
el otro el que avanzaba, si había alguien dispuesto a construir el dique que
iba a contener el continuo e imparable torrente. Ahí se quedaba, navaja en mano, en
la paciente espera del mágico instante de abrir la valva en dos y hacerse con
el tesoro.
Estuvimos
conversando casi cinco horas placenteramente, cenamos, tomamos vino tinto, íbamos
ya por la mitad de la segunda botella cuando comencé a sentir que la mente se me
nublaba, pedí agua. Era tarde, tenía que volver manejando a la capital, no veía
que Leo se acercara, no sabía si iba a poder quedarme durmiendo ahí y no quería
forzar ninguna situación. Pasamos a los sillones y me puse a hojear distraídamente
uno de los libros dispuestos sobre la mesa, Leo se movía nervioso, cambió la
música, se sentó a mi lado, miramos juntos el libro un poco, pero de pronto se
incorporó y fue a apagar las luces. Mientras lo hacía me dijo que no me
asustara. Lejos estaba de ese sentimiento, me causó gracia, lo vi torpe, todo
el movimiento fue brusco y repentino. Se volvió a sentar a mi lado en el sillón
y abruptamente, con la misma torpeza me pidió permiso para acariciar mis rulos,
asentí, él dijo que eran muy suaves al tiempo que empezó a besarme mientras le
respondía que el suave era él, lo cual negó enérgica y repetidamente. Me
propuso ir a la habitación, nos incorporamos y caminamos entrelazados en la
penumbra, entendí de a poco, en el silencio de los cuerpos, cómo es que no
era suave. Necesitaba dominar toda la escena, sacó un preservativo que tenía
preparado en el bolsillo de su pantalón, lo dejé hacer, tanto ser activa como
la pasividad me gustaban, aunque en ese caso no había mucha posibilidad de elegir,
toda la sensibilidad y la conciencia del otro que mostraba desaparecieron. Me
peinó con sus manos abiertas entre las cuales formó una cola de caballo con la
que movía firmemente mi cabeza para besarla en distintos lugares, manejaba mi
cuerpo entero, mostraba cierto deseo irrefrenable, acumulado y urgente aunque me
responsabilizaba de estar en esa situación; -¿Me querías coger?, repetía. En un momento me acomodó sobre él
y dijo –quiero que me acabes en la pija,
el alcohol lo había soltado lo suficiente, mientras me movía e intentaba un
orgasmo dificultado por los movimientos anárquicos y desvinculados de mi cuerpo
en los que él no cesaba, me abordó la imagen de su sexo moreno manchado del
blanco semen de un varón, que montado en mi lugar, lo miraba a los ojos mientras
se masturbaba para hacer su deseo, Leo le devolvía la mirada, lo que no había
hecho mientras me expresaba lo que quería. No tenía de mí registro alguno, se
movía demostrando destreza, cambiaba y combinaba posiciones sin cesar, fue
capaz de esperar un tanto la llegada de mi orgasmo aunque no lo suficiente, su
impaciencia fue llegando al final, así que interpelada por el apremio, hice,
hastiada, lo que trágicamente tanta mina hace, lo cuidé en la virilidad que
intentaba por todos los medios demostrar y fingí uno, él luego tuvo el suyo.
Apenas terminamos Leo se recostó de costado a cierta distancia, las manos
entrelazadas debajo de la cabeza, comenzó a hablarme del profesor, de culpa, me
preguntaba qué sentía yo en relación a la situación. No daba crédito a mis
oídos, quedé desconcertada, a mi entender no había ninguna situación. Por toda
respuesta le dije que no se preocupara que en seguida me iba, tanto la posición
de su cuerpo recogido sobre sí mismo como su conversación me transmitieron un
sentimiento de rechazo. Mientras nos vestíamos preguntó cómo había estado, en
mi empecinamiento con la sinceridad dije: –mejora con la repetición.
El
segundo encuentro fue de tarde, en mi casa, había pasado un tiempo de esa
primera vez y de pronto le escribí diciéndole livianamente que me iba de
vacaciones pero que antes me lo quería coger. Él respondió que también estaba
deseoso, pero no le resultaba fácil dado quién era yo, de todos modos vino. Llegó
antes del horario pactado tomamos una cerveza y charlamos un poco. Dijo que le
encantó la casa pero no le creí, mi casa era simple, rústica y azarosa, aún
guardaba la impronta familiar, hacía poco que mis hijos ya no vivían ahí. Fuimos
a la habitación. Una vez más apareció su ansiedad y deseo de dominación, lo
expresaba claramente con palabras precisas e indiscutibles para que no hubiera
dudas, para que no intentara modificar eso, manejaba un límite en su brusquedad
que dejaba clara una misoginia que podía pasar al maltrato aunque no llegaba, nos
estábamos conociendo así que me entregué pensando en términos de tiempo. Apenas
terminamos apareció nuevamente en Leo la postura de distancia física y los auto-reproches
por estar cogiendo con quién había sido la mujer de su amigo. Hablamos de la
posesión que la cultura impone a los varones, de que las mujeres son vistas
como territorios con dueño, de que había sido su amigo el que decidió dejarme
ir, de que juntos nos sentíamos a gusto, dijimos que nos íbamos a perder algo
que no merecíamos perder, que nos divertíamos, que disfrutábamos. Mientras
conversábamos le recorría con las yemas de mis dedos las marcadas curvas
morenas del perfil, su piel era suave, me gustaba transitar el viaje en pronunciada
pendiente que había desde la cadera iluminada en una tenue luz que las cortinas
de la habitación teñían de violeta, hasta la profundidad oscura del pliegue que
se formaba en su cintura. Él no se movía, con sus manos juntas bajo la mejilla
derecha confesó haberse enojado con un amigo que luego de su propia separación
había intentado acercarse a su mujer. Mostraba sin pudor la territorialidad en
la que se manejaba su ética, la culpa que le daba hacer lo que había condenado
en su amigo. Me agotaba. La paradoja de su deseo y la queja por concretarlo era
infantil, no deseaba hablar de mi antiguo amante, mucho menos desnuda frente a
él, le quitaba todo el erotismo a la escena y no veía en mi proceder nada
condenable, me aburría al escucharlo. De pronto preguntó sobre los orgasmos y una
vez más me sinceré, le dije que ninguna de las dos veces había ocurrido, que
era necesario que él prestara atención a mi ritmo, algo que no hacía en su afán
de dominar la situación y también que debía dejarme, al menos en ese momento
particular, elegir alguna posición.
Eras decididamente cruda a veces. Luego de fingir
orgasmos para cuidar su virilidad, la tiraste por la ventana como un trasto
viejo y pesado presa del deporte que resultaba para vos esgrimir tu verdad. Decías
que a veces podía resultar un defecto, en tu juventud te había traído
problemas. Hoy te podrán ver cruda, antaño habías sido brutal. Aunque no deja
de ser cierto que lo hacías en la más pura ingenuidad Sofía, sostenías cual
antorcha que era la única manera de crecer en un vínculo, no te faltaba razón, el
problema que se te presentaba era discernir entre alguien que se aviniera a
saltar el abismo que se abre entre una herida narcisista y un amor propio que
desea construirse incesantemente y quién no se encontrara lamiendo sus cicatrices
a un tiempo que, enojado por la afrenta mirara en derredor buscando un culpable.
Ese abismo inconmensurable que vos saltaste luego de separarte del padre de tus
hijos y en el que, una vez bebido el vino de las más sórdidas oscuridades hasta
el último sorbo, te movías con una soltura francamente apabullante. Aunque Leo
de pronto se fuera, indudablemente abrumado arguyendo cierto apuro imprevisto,
no te importó. Además te escribió durante las vacaciones, te pareció
interesado. Le extrañaba que pudieras irte sola, en carpa, a tu edad y
disfrutar. El aire de libertad que emanabas solía inquietar a los tipos, él no
parecía la excepción. Tu posición de ser conquistada, para los varones
femeninos que te atraían no resultaba sencilla, pero como era esa misma dificultad
la que te encendía y lo habías logrado infinidad de veces, volvías a abrazar el
desafío, otra vez, Sofía, otra vez. Respondiste ardiente a su curiosidad y
aunque él se mostró encantado no volvió
a escribirte. Notaste así su modo de operar. Viste todo, lo que él mismo
provocaba era lo que lo cansaba de las mujeres. Expresaba ferviente su deseo
pero para concretar había que perseguirlo. Luego se sentía acorralado y huía.
Una paradoja, el abyecto callejón se erigía ante vos de las cenizas de tu
ilusión cual condenado fénix. Te violentaste, te cansaste con el cansancio de
los años, de todos los años de una vida de cuidar semillas germinadas en cal,
tu magia implacable, tu maldición. No cediste al juego, le arrebataste la
muralla y te mantuviste detrás.
Meses
después hubo un controvertido episodio público relacionado con su profesor en
el que estuve involucrada. Le escribí, sabía que lo iba a encontrar afectado
por la situación, le propuse conversar al respecto si llegaba a tener la
necesidad y le ofrecí un bar como prueba de que no escondía segundas
intenciones, la situación era delicada. Leo respondió que -sin dudas íbamos a juntarnos a conversar,
aunque luego de eso no volvió a escribir. Varios meses más tarde decidí un
último intento y le escribí expresando sin rodeos deseo de coger. Entré en el
juego para intentar conseguir la posibilidad de al menos una vez más, había un
cambio que había decidido introducir, iba a penetrarlo. Pensé que podía ser la
única posibilidad que tenía de lograr aparecer en el vínculo, de dejar de ser
meramente un objeto utilizado para ofrendar el sentimiento de hombría. Era
consciente también de que me arriesgaba a una catástrofe, podía tanto despertar
una violencia enorme, como encontrar la puerta por la que su deseo pudiera
aparecer frente a una mujer. Despertar lo muerto era un desafío en el que me
había visto involucrada desde niña, volvía sobre ello, era un hábito contra el
que solía pelear pero a veces perdía, el miedo de su violencia no me detuvo. Le
propuse que nos viéramos de noche al abrigo de un vino, pensaba en el primer
encuentro y en el efecto que había tenido el alcohol sobre él, lo propuse en
forma ingeniosa, Leo recibió el mensaje muy alegremente y complacido aunque
estaba en Europa con su hijo por lo que prometió que a la vuelta nos veríamos. Una
vez más no volvió a escribir.
En
el caso de que el juego de la penetración funcionara imaginé que podría
hablarle de lo que veía en él, -siempre hablaba un poco mientras cogía, me
resultaba divertido-, pensé que eso lo liberaría, quería hablarle de su
principito queer, de la emoción perdida con el libro, esos caminos no
transitados, la invariable fuga en sus cuadros, el lugar inalcanzable, la
pregunta sin respuesta sobre las minas y el amor con el que hablaba de los
varones, del profesor, de cómo lo conmovía su depresión reflejo de la suya
negada, del escultor. Jamás había escuchado relato más conmovedor que el de Leo
describiendo sus sensaciones físicas frente al cantante de Hermética. Le
fascinaba. No terminaba de encontrar palabras adecuadas para expresar los
sentimientos que le despertaba en el cuerpo, planeé imitarlo, intentar un
espejo. Pensé también que con él podría realizar alguna de mis fantasías
sexuales, era perfecto para eso, sólo deseaba tener un vínculo sexual cómplice
con alguien que me atrajera, y su feminidad me atraía poderosamente, como sus
curvas morenas, su voz calma, su conflicto con la sexualidad. Ser amantes, eso
quería, se lo dije, disfrutarnos cada tanto, crecer sexualmente, pensé que le
daría felicidad olvidar por fin la obligación de encontrar una mujer acorde, alivio.
Lo veía atrapado y quería ser quién lo liberara de sus ataduras, lo imaginé en
la posibilidad de declararle su amor al escultor, o simplemente encontrarse con
eso y tener por un tiempo una cómplice con la que compartirlo. Las batallas
perdidas eran irremediablemente mi camposanto. Aún cansada, solían seducirme.
Sofía creyó profundamente en la valía de su
objetivo pero no siguió insistiendo, no sólo porque advirtió al fin que su hábito
de intentar despertar lo muerto la había alcanzado una vez más, también porque
insistir no le gustaba, hacerlo la degradaba, el reclamo constante era un
pasaje de ida a la pérdida de respeto, lo conocía, no lo iba a permitir, eso
habían hecho todas y cada una de las mujeres con las que se relacionó. Obligado
por la aplastante cultura, se hacía desear y como las mujeres no lo conmueven, su
indiferencia le obsequia siempre algún puñado de insistentes para validar su
dominio. Para decirse que las tiene a todas muertas de deseo, y que no, que él
no es puto, como aprendió en su casa que no
debía ser, como los machotes de sus amigos condenan, como solapadamente hoy le
enseña también a su hijo, a no ser puto, a discutir las decisiones de la madre
porque él sabe mejor lo que es bueno para un varón, a seducirlo para que lo
prefiera, a sufrir cuando está con ella, a temer que le pase lo que le ocurrió a
él mismo con su madre, que desarrolle esa fascinación por un ser femenino que
lo lleve hasta los bordes de sí mismo, hasta el filo del precipicio, hasta el
deseo de ser una, hermosa, pasiva, dispuesta a ser penetrada, que ese horror y
ese calvario no tenga que vivirlo su hijo al que para alejarlo de lo que teme,
lo seduce, él, un varón, su padre, y luego tiembla porque el pibe, en pleno
despertar sexual, está de novio con un chico transexual.
Dijiste que escribir el relato encarnaba el acto de abandonar el intento Sofía, la ilusión, no viste que escribirlo era intentar, que escribirlo era la ilusión vuelta en acto, que era prender una vela más en el santuario de las conchas cerradas con el afán de que se abrieran por sí mismas y rodaran hacia la luz y todos vieran el tornasol que inunda tu huerto solitario, era la avidez de otra perla Sofía, también algo te susurró que hoy historias como la de Leo no pueden, no deben ser cotidianas, que narrarlo era bueno, el revés de la trama. Tal vez lo contabas y alguien lo leía y se identificaba, -tu ambición de perlas es desmedida, la avaricia se presenta como un barril sin fondo imposible de completar-, o quizá de algún modo le llegaba a su puerta. No soltaste la ilusión ni por un minuto, lo viste sacudirse y odiarte pero la imagen que no te abandonó ni te va a abandonar, es la de Leo una noche muy borracho en tanga y vestido floreado, con las piernas depiladas, que deja de pintar caminos no transitados o fugas infinitas y sale a la calle a correr en culo y le grita a su hijo que sea libre de sentir lo que quiera, y le cuente cómo su madre lo fascinaba, y cómo el cantante de Hermética lo estremecía y lo enamorado que estaba del escultor, o la dulzura que le despertaba su profesor. Así vestido, así desnudo, así borracho, con la conciencia lo suficientemente atontada como para que no intervenga a arruinar la caída al abismo. Ese mismo abismo que en todos tus sueños y en todas tus realidades sobre caídas, termina en un acolchado sendero de pastos suaves, verde brillante, en donde la oscuridad muta en una luz que te hospeda, y pisás finalmente su mullida superficie y volvés a caminar con la sonrisa de haber constatado otra vez un miedo infundado, de certificar sin tregua que a los fantasmas se los reduce con sólo mirarlos a la cara, que lo único que hay que hacer es dejar de esconder la mirada, que son más temibles cuando uno no los ve, y atesorás la certeza de haber sumado una porción más de ternura a tu mirada sobre vos misma. Todo eso que sabés, Sofía, todo eso que aprendiste y que no podés parar de sembrar, de legar, de ofrendar, todo eso te deja estaqueada a la ilusión de que ojalá tu relato llegue y la melancolía que atraviesa la palabra feliz cada vez que la pronuncia desaparezca al punto de hacerla cierta. La magnificencia de tu huerto va a seguir creciendo, pero igual que el dragón, corrompida por el poder de ser capaz de acumular semejante tesoro vas a permanecer en el deseo de lo que no te es dado. Tu perla, absolutamente ajena a tu poder, oculta en las más sórdidas profundidades de tu caparazón, de los laberintos de tu discurso, eternamente empecinada, no accede a que captures su tornasol. Esa perla, es mía.
Noviembre 2023
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